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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La pasión de Cristo o la rehabilitación del cristianismo

14 de abril de 2014

Quizá debamos reconocer que el silencio de Dios y su deseo de exiliarlo, la actitud de resistencia a contemplar cualquier estructura incapaz de sobrepasar cálculos meramente económicos y sociales, la primordial perturbación de afirmar la autonomía, libre de cualquier hipoteca divina, de eliminar la Patria (el capital íntegro recibido de nuestros antepasados) y la Nación (la comunidad viviente de herederos), la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada, incierta y cambiante, líquida -según la metáfora de Bauman-, medirá la pureza y el heroísmo de la fe de los creyentes.

El pensamiento económico liberal ha restituido viejos vicios y pasiones egoístas, exaltando los derechos soberanos del individuo y recusando cualquier sujeción a la religión. Sin embargo, se encuentra en una verdadera paradoja y encrucijada: entregado a su propia suficiencia no puede vivir sin valores absolutos. Se quieren reglas, pero no renunciar a nosotros mismos; se apela a la responsabilidad, pero no a consagrar la vida al prójimo, la familia ni la nación; nos gobiernan los derechos subjetivos, pero no termina por aceptarse el “todo está permitido”. Hedonista y ordenado, emancipado y sobrio, con una moral indolora -en expresión de Lipovetsky-, sin obligación ni sanción, el hombre autónomo postula una ética asimétrica, una ética mínima de solidaridad compatible con la primacía del ego, oscila entre la revitalización de la moral y la decadencia, constatándose así la inexistencia de una techné, de un modelo capaz de regular la vida personal y social, la falta de respuesta y el fracaso de la sociedad, la ausencia de actitud para ganar tiempo con el objetivo de quedar inmunes al mal, sin necesidad de metanoia.

Y la razón profunda de cuanto sucede está en la disipación del cristianismo, en la falta de vigor de un altar olvidado, de un Evangelio que se quiere secularista y despojado de misterio, sin dogma ni credo, sin moral ni autoridad, un proyecto de cristianismo tan abyecto como ateo. La tentación progresista de minimizar la fe a lo esencial, a lo que convenga en cada momento de la historia y del devenir de los tiempos, convirtiendo en asténica la propia tradición y las raíces cristianas hasta devorar el cristianismo por un moderno humanismo sin Cristo, ha inoculado a los miembros de la Iglesia hasta dejarlos inermes en una cultura donde todo se negocia y donde se busca una moral individual desesperadamente, en un tiempo que se quiere un mundo homogeneizado por teorías igualitarias y uniformismos legales, despojado desde la presión horizontal de cualquier trascendencia y de la libertad del hombre como imagen de Dios.

Nada esperes, dirá Saint-Exupéry, del hombre ni del pueblo que trabaja por su propia vida y no por su eternidad, que se mueve sin reposo para procurarse los pequeños y vulgares placeres que llenan sus almas, que sólo ve con los ojos de la carne, con una mentalidad racionalista y tecnócrata, y no con la mirada del corazón, capaz de entrega y adoración, de misterio y de gracia.  

Rehabilitar el cristianismo es la propuesta más sugestiva y dichosa en una sociedad sin paradigma, ante un hombre que naufraga a la hora de remitirse a los valores y de configurar el sentido de su vida entre un laicismo postcristiano, ateo y militante, donde se encuentra desubicado Onfray, y una creencia sin práctica religiosa, ayuna de experiencia profunda del Dios manifestado en Cristo. El desafío de semejante rehabilitación y el anuncio del Evangelio ha de contar con una cultura influenciada por el pensamiento agnóstico, por el humanismo inmanentista y el rechazo de la fe católica, que sólo podrán neutralizarse con el anuncio íntegro de Jesucristo, Redentor del hombre, con la promoción de una cultura cristiana vivida en la caridad.

La conciencia moderna, el querer ser dueños absolutos del propio destino, ha conducido al olvido del hombre como prójimo, a la negación del pondus de mi responsabilidad frente al otro para bien o para mal; ha llevado a la negación de la sociedad como comunidad dotada de orígenes históricos y religiosos, no meramente pactistas, a la consideración de la autoridad como mero límite de supuestos legítimos deseos y pulsiones personales; ha dado origen a la impugnación de una tradición que no se pueda compendiar con la conciencia autónoma o con el hombre como artífice de sí mismo.

Cristo aparece como aquel que en medio de la humanidad se identifica con ella, asume su destino y lo lleva ante Dios, como aquel a quien Dios envía para que actúe con autoridad. Cristo es el lugar concreto donde la vida propia de Dios, la vida eterna, se hace accesible a los hombres. Pero Cristo es también aquel que está unido desde su libertad a toda la humanidad y es portador de ella, con sus negaciones y sus culpas, sus gozos y logros, portador del pecado de los hombres ante Dios.

La pasión de Cristo es un hecho, algo que ocurrió; un escándalo, porque un justo es eliminado por dos tribunales; un signo, el ajusticiado no responde a la violencia con violencia sino con amor y perdón; un misterio, pues Dios mismo está implicado invirtiendo la muerte de este justo para vida de todos los injustos. La contemplación de la pasión, como reconoce Olegario González de Cardedal, puede invitar al ateísmo (¿dónde está Dios que tolera la injusticia?) o a la conversión y confesión (Dios estaba compartiendo nuestra muerte y respondiendo a nuestra injusticia, ofreciéndonos la justicia y la santidad de su Hijo). Lo que los hombres van a quitarle a Cristo, él lo da anticipadamente por voluntad propia. Donde estaba el pecado destruyendo la relación del hombre con Dios, él pone su sangre y su vida para destruirlo y para que nosotros tengamos vida. 

Pero existe una perduración objetiva de su pasión. La pasión de Cristo es la pasión de todos los hombres y la pasión de todos los hombres es su pasión. En él estaban todos los condenados y crucificados de la tierra puestos ante Dios. La pasión de Cristo es el relato de un acontecimiento que tuvo lugar en el pasado y que es a la vez un presente. Cristo es el contemporáneo del hombre. La pasión de Cristo nos desvela nuestros secretos y nos confronta con nuestro pecado y con Dios, nos remite a los otros y al Otro, libres ya de cualquier pretensión para salvarnos por nosotros mismos. La relación del hombre con Cristo no es una relación determinada por el tiempo sino la relación con alguien que perteneciendo a la eternidad es inmediato a cada hombre. Mientras que exista el homo viator, su obra está por concluir, su pasión sigue viva. Mientras dure la historia no se ha consumado su misión y tenemos que revivirla para identificarnos con sus frutos: la paz y le perdón. ¿Querrá el hombre aceptar el paradigma del cristianismo como propuesta definitiva de sentido, reconducir su vida a la luz de la pasión de Cristo y su victoria sobre la muerte, o preferirá la clausura de su soledad y perdición?

 

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