«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Patrullas ciudadanas

17 de abril de 2023

Recuerdo cuando, en los 80, aparecieron las patrullas ciudadanas como intento de prevenir la delincuencia común. En Madrid, los comerciantes del barrio de Villaverde Alto llegaron a organizarse en grupos que vigilaban las calles toda la noche para evitar los robos en tiendas y pisos. El asunto de los atracos venía de atrás. Ya en 1985 San Blas, Vallecas y el desaparecido barrio de Mediodía, eran los más peligrosos de la capital de España según los datos de la Policía Municipal. No eran raros los asaltos a punta de pistola ni los navajazos. Hay todo un imaginario que el cine «quinqui» de Eloy de la Iglesia ha consagrado: el Seat 1430, la recortada, la «cheira», la heroína… Resulta imposible contar la historia de aquellos años sin la droga. Esto llevó a cierta narrativa que exculpaba a los delincuentes —a fin de cuentas, víctimas de las desigualdades, de las adicciones y de «la sociedad»— y olvidaba a las verdaderas víctimas: los que sufrían los golpes, los tirones, el pinchazo o el tiro fatal. En febrero de 1984, un centenar de comerciantes de Moratalaz se habían organizado para pedir licencias de armas para defenderse de los atracadores. José María Rodríguez Colorado, gobernador civil de Madrid, se opuso para evitar que «Madrid se convierta en el Salvaje Oeste». Defenderse de un atracador, sobre todo si éste moría, le podía salir carísimo al dueño del bar o del comercio. Al final, llegaron las patrullas ciudadanas. 

Todo esto me venía a la memoria cuando seguía las noticias del desalojo de un edificio en Majadahonda esta semana. Los hechos son bien conocidos. Una empresa de recuperación de inmuebles acudió el miércoles pasado a desalojar un bloque de once pisos a requerimiento de la propiedad y en coordinación con la Policía Local y la Guardia Civil. Los «okupas» les hicieron frente con cuchillos y adoquines. Los expulsados los atacaron desde la calle y los que resistían lo hicieron desde el interior. A uno de los trabajadores de la empresa lo apuñalaron en una mano. Eran quince operarios y no fueron suficientes para recuperar la posesión. Al final, tuvieron que retirarse. Entre los agresores, varios tenían antecedentes policiales y penales. El Juzgado de Majadahonda ha tenido que movilizar este domingo a 150 policías y guardias civiles para detener a los «okupas» y entregar la posesión a los legítimos propietarios. Llama la atención que esas detenciones no se produjesen el mismo miércoles, es decir, el día que apuñalaron a un empleado y arrojaron piedras a sus compañeros. Los «okupas» disponían de un cuarto en el que habían ido haciendo acopio de objetos contundentes para resistir en caso de desahucio. Afortunadamente, la empresa pudo soldar la entrada a ese cuarto de modo que los «okupas» no pudieron acceder a ellos. Huelga decir lo que hubiese pasado si la puñalada hubiese sido en otra parte del cuerpo o si a alguien le hubiesen dado con una piedra en la cabeza.

El problema de la «okupación» se agrava por la lentitud de la Justicia en la mayoría de los casos, la falta de respaldo a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, la impunidad de la conducta y otros factores como un marco jurídico que favorece al «okupa». Ya habrá ocasión de escribir sobre ello en otro momento. Ahora me interesaba recordar cómo, en aquel Madrid de los 80, los ciudadanos se terminaron organizando porque se sintieron abandonados por las autoridades. Naturalmente, no faltaron voces que condenasen la reacción —tomarse la justicia por su mano o, en palabras de aquel gobernador civil, convertir la ciudad «en el Salvaje Oeste»— al tiempo que olvidaban qué la había ocasionado. El Estado tiene el monopolio de la fuerza para garantizar la seguridad, no para que los ciudadanos queden indefensos.

No sólo quedan indefensos, sino que también resultan humillados. Los «okupas» ni siquiera pagan los daños que han causado. Si los declaran en «situación de vulnerabilidad», gozarán de una protección que esos propietarios no tienen. En general, los colaboradores necesarios y los cómplices —los que les pasaron la información de qué piso se podía ocupar, los que les franquearon el paso o les «vendieron las llaves»— tampoco sufrirán castigo. Esos propietarios tendrán, incluso, que autojustificarse explicando que el piso «okupado» no es su «segunda vivienda» o que «lo necesitan para vivir». Como si, al final, tener un piso los convirtiese en sospechosos de algo.

Aquel Madrid de los 80, el de las patrullas ciudadanas, no queda tan lejos como pudiera pensarse. Entonces, como ahora, son las clases populares quienes sufren la delincuencia común con mayor intensidad que las élites progresistas que tanto se preocupan por las «víctimas del sistema». Ojalá aquello se quede sólo en el recuerdo.

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