«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Periodista, insiste en que no ha hecho otra cosa en su vida, a pesar de que ha sido profesor universitario (San Pablo-CEU), empresario (del equipo fundador del Grupo Recoletos), asesor de la Conferencia Episcopal (Subcomisión de Familia y Vida), etc. Como periodista lo ha hecho todo en prensa escrita, radio y TV: director del diario Ya, creador de las tertulias políticas radiofónicas, director y presentador de Argumentos en Popular TV y de Alguien tenía que decirlo en Intereconomía TV. Partidario de la vida frente a la muerte, de la luz frente a la tiniebla, de la verdad frente a la mentira, del amor frente al odio, de la alegría frente a la tristeza, Ramón Pi es uno de los periodistas más conocidos de España. Su fama está avalada por una larga trayectoria profesional y por el ejercicio de la profesión periodística desde la coherencia. El periodista está considerado por muchos como uno de los creadores del género de las tertulias políticas radiofónicas. Actualmente desarrolla su actividad profesional en el Grupo Intereconomía.
Periodista, insiste en que no ha hecho otra cosa en su vida, a pesar de que ha sido profesor universitario (San Pablo-CEU), empresario (del equipo fundador del Grupo Recoletos), asesor de la Conferencia Episcopal (Subcomisión de Familia y Vida), etc. Como periodista lo ha hecho todo en prensa escrita, radio y TV: director del diario Ya, creador de las tertulias políticas radiofónicas, director y presentador de Argumentos en Popular TV y de Alguien tenía que decirlo en Intereconomía TV. Partidario de la vida frente a la muerte, de la luz frente a la tiniebla, de la verdad frente a la mentira, del amor frente al odio, de la alegría frente a la tristeza, Ramón Pi es uno de los periodistas más conocidos de España. Su fama está avalada por una larga trayectoria profesional y por el ejercicio de la profesión periodística desde la coherencia. El periodista está considerado por muchos como uno de los creadores del género de las tertulias políticas radiofónicas. Actualmente desarrolla su actividad profesional en el Grupo Intereconomía.

El Pedregal

19 de abril de 2014

La muerte de Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura, y la oleada de comentarios que ha suscitado en todo el mundo -especialmente el de habla hispana-, nos ha traído una vez más el error que nos obstinamos en perpetuar, que es el de atribuir autoridad sobre cualquier materia a alguien que es merecidamente famoso por una actividad concreta. La impostura funciona, como lo demuestran las cuentas corrientes de los tenistas que anuncian automóviles, los pilotos de coches que anuncian bancos o las actrices que anuncian productos contra las pérdidas de orina.

Aunque los escritores son especialmente beneficiarios de este error, por fortuna en el caso de García Márquez han abundado los elogios al escritor, si bien desligados higiénicamente de su presunta autoridad moral o política, pues es obvio que carece de ella el que se ufanó de su amistad con el tirano caribeño que, en un congreso de periodistas hispanoamericanos, dejó sentado que la obligación del periodista revolucionario no es servir a la verdad, sino a la revolución. Pero alguien tiene que hacer presentes estas cosas, porque esta tramposa sinécdoque conceptual con los famosos sigue causando estragos.

García Márquez hizo muy bien en abandonar el periodismo. Todos ganamos con esta decisión: la Literatura se enriqueció con sus libros, sobre todo con este monumento llamado Cien años de soledad, y el periodismo se libró de la toxicidad potencial de un mago del idioma que se dedicase a contar historias imaginarias con su habilidad prodigiosa de virtuoso de la técnica narrativa. Al menos, la casi totalidad de los que no permiten que la realidad les estropee un buen reportaje ni siquiera saben escribir un buen reportaje.

No es que García Márquez no supiera reconocer la realidad; lo que no le interesaba era la verdad profunda de las cosas, del hombre, de la vida. Pero la realidad, su realidad, la conocía bien, como me quedó patente cuando saltó la noticia de su fallecimiento, «en su casa del Pedregal de San Ángel, en México D. F.«. Para los que no lo conocen, diré que San Ángel es un barrio de la capital mexicana poblado por personas de alto poder adquisitivo, pero modesto en comparación con El Pedregal, que es una urbanización contigua. Paseé por allí hace bastantes años (no creo que las cosas sean muy distintas hoy): desde las calles no se ve más que una sucesión de largas tapias de cuatro o cinco metros de altura, como gigantescos fuertes, tras los cuales hay mansiones de ensueño rodeadas por jardines paradisíacos, todo enorme y exquisito a la vez. En San Ángel, y especialmente en El Pedregal, tiene uno la sensación no sólo de haber cambiado de país, sino de hemisferio: todos ricos, todos blancos, todos rubios; si se ve un indio o un mestizo es porque pertenece a la servidumbre del vecindario. Yo creo que El pedregal se llama así para disimular.

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