Bertrand Ndongo es el tipo de inmigrante que detesta la izquierda. Es más negro que el carbón, pero no lo suficientemente negro, pues además de católico no profesa el victimismo de negro profesional que otros han usado para sacar tajada. Incluso cuando son los agresores. Ahí está el senegalés Luc Andre Diouf, que ocupa un escaño en el Congreso gracias al PSOE, que lo fichó tras ser condenado a un año y medio de cárcel por patear la cabeza a un anciano en Las Palmas.
A Bertrand no le pegaron —porque no pueden— pero le quitaron el micrófono y lo arrojaron al suelo, como el amo que lanza el hueso a su perro, al grito de «cógelo gorila». Ese acto racista, netamente clasista, cargado de odio («hay que ser tonto para ser negro y de VOX»), grabado por el cámara que acompañaba a Ndongo, es quizá el primer delito graníticamente racista cometido a la vista de todos y, sin embargo, es tratado como una agresión del propio agredido.
A tal descaro se atreven quienes ya tuvieron el cuajo de negar lo que vio toda España cuando llamaron agresión sexual al beso consentido de Rubiales a Jenni Hermoso, que esa misma noche se reía a mandíbula batiente con sus compañeras en el autobús del equipo. Si son capaces de contradecir lo que perciben nuestros propios sentidos, qué dirán de lo que no vemos o ya sucedió, como el franquismo.
Bertrand ejerce de periodista, aunque no es admitido por las pandillas que controlan el cotarro y deciden quién merece la protección de la manada. Luego llegan las tertulias y las palmaditas en la espalda para los agraciados y la condena a galeras para quienes practican el mismo periodismo irreverente que en la izquierda llevan haciendo durante décadas, premios Ondas incluidos.
Ya hemos dicho que Bertrand es negro, pero no es futbolista ni multimillonario, así que no tiene lobby que le escriba ni televisión que denuncie el maltrato recibido. Sí lo hicieron cuando el agraviado fue Vinicius, el pobre Vini, al que tres jóvenes aficionados del Valencia insultaron desde la grada, lo que les costó ocho meses de prisión por un delito contra la integridad moral con agravante de odio. Ahí es nada.
Los medios —nos referimos a los que el Gobierno acaba de soltar 125 millones de euros— que sí han emitido el vómito racista lo han hecho para victimizar a Ana Pardo de Vera, que el día después apenas balbuceaba excusas tan ridículas como que no vio nada bueno en los ojos de Bertrand al que, ¡cuerpo a tierra!, acusa de empotrarla. Ni siquiera el VAR podría corroborar fantasías más propias de una miliciana ante las Brigadas Internacionales.
Ya sabemos que las agencias verificadoras tienen los días contados, aunque su desaparición no acabará, como observamos, con la irrefrenable pulsión a mentir. Pardo de Vera lo niega todo en directo mientras Risto Mejide superpone las imágenes que descubren el pastel. Da igual, ella insiste porque una coraza de impunidad recubre su racismo que a cualquiera le costaría la carrera.
Quién sabe si todo esto no son más que nuevos síntomas de que el progresismo ha muerto de éxito, el progresismo más depravado y enloquecido, el que acusa de racista a un señor de Albacete por negarse a que su barrio se convierta en un suburbio magrebí mientras justifica que a un negro le llamen gorila.
Por supuesto, el episodio de Ndongo también nos recuerda que la batalla para la izquierda nunca ha ido de derechos o libertades ni de feminismo o antirracismo. Mujeres y negros no son más que una abstracción, carne de cañón, utilizados como palanca revolucionaria para mantener la hegemonía política que antes le otorgaba la clase trabajadora y ahora cualquier minoría. Así, Pablo Iglesias —como el PSOE con Diouf para hablar de pateras— nombró a Echenique portavoz para decir todas las barbaridades que el jefe no podía y justificarlas en su condición de discapacitado.
Como Humpty Dumpty confesaba a Alicia, las palabras quieren decir lo que uno quiere que diga, pues la cuestión no está en si pueden significar tantas cosas diferentes, sino en dejar claro quién es el que manda. O como sostenía Gramsci: la realidad está definida con palabras, por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad.
Bertrand Ndongo, en cualquier caso, es el único periodista de raza que han visto en su vida.