Al día siguiente de que Netflix estrenara una serie basada en ese bodrio insufrible titulado Cien años de soledad, que para mí lleva como mil siglos de aburrimiento, y que es una mala copia de todo William Faulkner, y otra peor de Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas, en la Cinemateca de París se ha debido cancelar, por orden del feminazismo, una película que hizo historia en su época El último tango en París (1972) del director italiano Bernardo Bertolucci, cuya proyección estaba prevista para la noche del domingo. «Presiones de grupos feministas amenazaron con perturbar la función», leo en el X de Alejo Shapire.
Vaya, vaya, tendremos que desplazarnos como hacían en el siglo pasado los españoles hacia París, pero ahora desde París hacia otro sitio, para volver a ver la película de marras donde una jovencísima María Schneider untaba mantequilla en el ojete de Marlon Brando a pedido de éste, quien ya rondaba la cincuentena, y ella correteaba desnuda en las habitaciones vacías en un apartamento de un edificio haussmannien cerca del metro Bir Kakeim.
La película me fascinó durante un tiempo, hasta que me enteré por él mismo, que lo contó en una de sus intervenciones públicas en Francia a la que asistí de incógnito, que Bertolucci lo había contratado como técnico de iluminación en las escenas de calle… Quien narraba la historia era el hermano de Vilma Espín Guillois, la que fue primera dama comunista de Cuba, esposa del segundo asesino de Cuba, Raúl Castro. Pilín Espín Guillois no sabía nada de iluminación, ni de cine, ni de nada, pero así y todo lo contrataron para el filme, única y exclusivamente por ser hermano de la burguesa comunista y chivatona Vilma Espín Guillois, la que delató a su novio, el revolucionario Frank País, según el hermano de éste.
Pilín Espín Guillois lucía una melena sucia cuando contó esta anécdota, dijo que en la época no bebía alcohol, pero que se drogaba y luego después de cada cápsula de LSD se podía tomar hasta veinte botellas de leche; al menos eso soltó en un célebre centro cultural parisiense. Porque no sé si saben que los Espin Guillois venían de una familia ricachona de Cuba, co-dueños del ron Bacardí, y todos heredaron castillos en Francia.
Sí, el problema de Cuba es que las historias de las famiglias casi siempre conducen a un partido único, tanto en la isla como en el exilio, a una sola ideología, el comunismo, que a su vez conlleva a una fortuna única e indivisible, además de secreta, producida por el Cuba Inc. Es como un Macondo, pero a nivel superior.
Si nunca pude con Cien años de soledad tampoco esperen que vea la serie, que de sólo atisbar el tráiler de anuncio se advierte de un monocromo: el sepia de la fealdad y la pobreza, vendida como folclor. O sea, la mentirijilla que gente tan tonta como los gringos y los europeos compran a burujón. Sin embargo, he vuelto a ver Mi último tanto en París, pues tampoco es nada del otro mundo. No es el Marlon Brando de mi predilección, ni se ve tanto París, ni hay tanta escena de mantequilla, y las tetas de María son el poco más necesario para encender la curiosidad. Siempre nos quedará el tango.
Conocí a María Schneider aquí en París, me tocó ser jurado de un festival de cine que ella también conformaba. Me pareció una mujer bastante discreta, con un halo de tristeza que en su digno envejecimiento la hacía parecer todavía más bella y misteriosa; luego la enfermedad la estrujó desde dentro.
En el conversatorio que sostuvimos en aquel festival, María contó de la maldad que le hizo el cineasta, no le avisó con antelación de que durante la escena se añadiría esa anécdota de la mantequilla, y tampoco que ella sería violada por Brando, lo que éste siempre negó. Supongo que esa sea la razón de la cancelación de la película este domingo pasado en París.
De modo que El último tango en París se ha convertido gracias a la cultura de la cancelación en un auténtico último tango de libertades en la ciudad que otrora fue la más libérrima y libertina del mundo.
En cuanto a Cien años de soledad, el autor escribió hacia el final de su vida una novela cuyo título lo retrataba muy bien Memorias de mis putas tristes: libro que tuvo seguramente más éxito que sus propias memorias, porque no se me antoja retrato más certero de un pedófilo, eso sí, copiado todo en esta ocasión de La casa de las bellas durmientes del gran Yasunari Kawabata. Voy ahora mismo a murmurar una plegaria por Kawabata y Faulkner, por el Gato Barbieri, por la mantequilla Président y por la oscilante y sombría París.