El inicio de un nuevo curso escolar comporta un fenómeno paralelo: el desencadenamiento de una febril maquinaria crítica dedicada a valorar el funcionamiento del sistema educativo. Se trata, como digo, de un suceso cíclico: empieza el curso y afloran, aquí y allá, reflexiones diversas acerca de la calidad de sus entresijos. ¿Señal de algo? Señal, probablemente, de que el paciente no goza de muy buena salud. De modo que cabría ordenar los diagnósticos en una escala de grados que iría desde quienes, animosos, apenas señalan algunos leves indicios de congestión en el enfermo, hasta aquellos otros que decretan su muerte clínica.
Si nos preguntamos ahora cuál es el motivo de que se llegue a conclusiones tan dispares en un asunto que, dada la acumulación de datos objetivos, no debería suscitar discrepancias excesivas, lo primero que debe recordarse es que la educación es, desde hace décadas, terreno conquistado por la ideología dominante. Eso significa que cualquiera que ose siquiera mencionar la realidad de sus deficiencias palmarias se encontrará enfrente con una disciplinada armada de expertos defensores de la utopía pedagógica prestos a expulsarle de campo de la discusión sin más argumentos que los epítetos habituales: retrógrado, tradicional, reaccionario… De nuevo, el recurso a las palabras-policía cancela el debate y garantiza la imposibilidad de un cambio de rumbo.
Aun así, los hechos son tozudos. Quien conozca el panorama desde dentro no puede nagarlos sin engañarse a sí mismo. Pero allá cada cual con su conciencia. Lo cierto es que la reflexión que inspira estas líneas encuentra en la zozobra educativa un punto de apoyo desde el que abordar un tema más amplio, y que no es otro que la pérdida del sentido de autoridad como factor definitorio de la crisis que afecta a nuestras sociedades.
Se trata de algo que ya previeron algunas de las inteligencias más esclarecidas del siglo XIX. Comprendieron que, a la larga, el intento de armonización entre las nociones de igualdad y libertad, que para los sistemas democráticos surgidos de una matriz revolucionaria constituía su principal divisa, estaba abocado al fracaso. Finalmente, la igualdad se impondría sobre la libertad. Y una sociedad donde la igualdad se convierte en principio rector y casi único de los individuos que la componen es una sociedad que se construye sobre el desprecio de las antiguas jerarquías. Es decir, de la fuente de donde mana el sentido de autoridad.
Los efectos tardaron en llegar al ámbito de la educación, pero finalmente lo hicieron. Y lo hicieron envueltos en una jerga pseudocientífica, condición indispensable cuando el propósito último es convencer a la gente de que, al aceptar las nuevas metodologías, se está colaborando en el progreso objetivo de la sociedad. La teoría propugnaba que alumnos y profesores se situaran en un mismo plano de influencia mutua, de manera que la noción de autoridad se fuera poco a poco diluyendo. Lo primordial no era ya tanto la transmisión de conocimientos como la promoción de aspectos que tenían que ver con esa propensión ideológica al igualitarismo que en un par de décadas dejó el sistema en el estado de postración en el que se encuentra hoy.
En realidad, la escuela, como lugar privilegiado para la experimentación social, no hace sino remedar un fenómeno que simultáneamente se desarrolla en el resto de las esferas de la vida colectiva. No hace falta recordar la paulatina pérdida de prestigio que han sufrido los padres como figuras de referencia para las generaciones recientes. O la demolición efectiva de tantas instituciones indispensables para la salvaguardia del entramado civilizatorio. Por esta vía, lo que se ha ido produciendo es una imparable desintegración del tejido social, una desvinculación del individuo que al final acaba por no encontrar nada sobre lo que fundamentar su vida que no sea la aspiración a emular los muy cuestionables modelos de realización personal que, por cauces simultáneos, le proporcionan el poder político y la industria del consumo y del espectáculo.
Y aquí se llega a la clave del asunto. El sociólogo Robert Nisbet lo condensó en estas palabras: «Sólo cuando el individuo tiene firmes raíces en un sistema de autoridad social y moral es posible la libertad política». Sin una estructura moral pre-política, mayoritariamente compartida, sin contrapesos éticos que fijen límites infranqueables a la acción ejecutiva del gobierno, el poder se siente legitimado para actuar como le plazca. Eso es justo lo que nos está sucediendo. Un poder sin autoridad es un poder al que no le importa ser objeto de burla, ni se inmuta lo más mínimo si se cuestiona su legitimidad o se hace mofa de sus representantes, porque sólo le interesa expandir de manera indefinida los límites de su dominio sobre la sociedad. Y sabe que esa sociedad, por más que proteste y se indigne, por más que se agite en los foros públicos o en las redes de comunicación, es una sociedad que, al hallarse mayoritariamente desprovista de fuentes de autoridad consolidadas, se halla inclinada a someterse a la coacción. Piensen si no en el confinamiento pandémico: fue la prueba definitiva de que, a despecho de las decisiones adoptadas por unos gobiernos manifiestamente incapaces y que no dudaban en contradecirse a sí mismos, todo el mundo estaba dispuesto a obedecer.
La conclusión a la que se llega es bastante curiosa: la era del nuevo amanecer del hombre, su ruptura revolucionaria con las servidumbres que le imponía la tradición, ha culminado en la apoteosis del sujeto más propenso a dejarse subyugar por el poder que haya conocido la historia. Un ser lastrado por el resentimiento y el miedo. Un individuo minuciosamente diseñado para que su existencia sea regida, desde la cuna a la sepultura, por un orden tecnocrático y distante, por una burocracia inaccesible, amoral y —con demasiada frecuencia— también corrupta.