El primer pilar del método científico es la observación y el segundo la experimentación. El tercero, por supuesto, establece que toda teoría cuyas predicciones no concuerdan con la realidad debe ser descartada y sustituida por otra. Pues bien, después de casi tres décadas de vida política activa a lo largo de las cuales he trabajado en los niveles local, autonómico, nacional y europeo, he llegado a una conclusión aplicando el método científico: en la mayoría de los casos y durante la mayor parte del tiempo los políticos y la política no sólo no contribuyen a solucionar problemas y a allanar dificultades, sino que, por el contrario, son el obstáculo a la aplicación de las soluciones requeridas y agravan las desgracias cuando suceden. Reconozco que es una afirmación muy dura para alguien que ha dedicado un período tan largo de su existencia al servicio público, pero mentiría si dijera otra cosa.
Los ejemplos son tantos y tan ilustrativos que, por un simple recurso a la inducción, se puede sentar como regla probada la dolorosa conclusión mencionada en el párrafo anterior. Los ciudadanos en las democracias maduras, como es la española, destinan un porcentaje significativo de sus ingresos a sostener a unos individuos, a los que además eligen mediante sufragio universal y secreto, cuya principal ocupación consiste en malbaratar esos recursos, crear todo tipo de barreras a la normal actividad productiva y generar división y enfrentamientos en el seno de la sociedad inventando agravios, exacerbando identidades, elevando a categórico lo anecdótico y distrayendo energías que serían mucho mejor empleadas en afrontar las cuestiones realmente relevantes para el bienestar, la seguridad y la prosperidad del conjunto.
Basta pensar en el Brexit, en el proceso independentista catalán, en la politización de la justicia, en la segunda guerra de Irak o en la incapacidad de los cuatro grandes partidos en España para formar Gobierno, entre otros centenares de posibles referencias, para darse cuenta de que una fracción muy notable de nuestras angustias y pesares proceden de la ejecutoria incompetente, codiciosa, egolátrica o mezquina de nuestros representantes y gobernantes. Se me dirá que los políticos no son distintos al resto de los humanos y que sus vicios y miserias son los propios de nuestra especie. De ahí a declarar que es posible que la democracia no sea un buen sistema, pero que al fin y al cabo cualquier otro sería peor, hay un paso.
Sin embargo, la pregunta que surge a continuación es: ¿por qué si hay empresas magníficamente gestionadas, instituciones académicas de asombrosa excelencia, hospitales de maravillosa labor curativa y fincas esmeradamente administradas, la política es por lo general un desastre en grados diversos y muy rara vez satisfactoria? Este interrogante no es nuevo y no pocas cabezas eminentes lo han formulado desde hace miles de años. De hecho, la literatura al respecto podría llenar una gigantesca biblioteca.
Mi aportación hoy a este enigma es recomendar que se dediquen a la gestión de lo común personas que no se presenten espontáneamente a unas elecciones solicitando la confianza de los votantes, sino que sean llamadas por la población para desempeñar responsabilidades de administración y gobierno. En otras palabras, que en lugar de ser los políticos los que se ofrecen a sus conciudadanos para ocuparse de los asuntos de todos, sean los futuros administrados los que a través de procedimientos efectivos que se deberían estudiar, seleccionen a los posibles candidatos y les inviten a optar a un escaño, a una concejalía o a un ministerio.
Nadie estaría facultado, con este sistema que me limito a esbozar, a considerarse apto para la función pública. Debería ser la sociedad la que decidiera de antemano quién le parece merecedor de dicho cometido y tan sólo tras haber sido requerido el eventual aspirante a un puesto legislativo o de gobierno por sus compatriotas en forma y número que, insisto, se debería precisar, decidiría éste libremente si respondía a la invitación sometiéndose posteriormente a las urnas.
Esta manera de proceder tendría la notoria ventaja de que por lo menos las elites rectoras del Estado habrían destacado previamente en su trayectoria profesional y vital hasta el punto que sus logros anteriores a su entrada en política les habrían ganado un merecido prestigio, lo que evitaría la proliferación de indocumentados y mangantes que hoy pueblan Parlamentos, Ayuntamientos y órganos ejecutivos.
Reconozco que es una idea peregrina y que puede ser fruto de los fuertes ardores caniculares, pero quiero recordar que cuando en el estío de 1996 predije en la Universidad Menéndez y Pelayo que el nacionalismo catalán no cejaría hasta destruir la unidad nacional y que constituía una amenaza letal que debía ser atajada a tiempo, Aznar atribuyó mi visión prospectiva a “un calentón veraniego”. Mal oficio el de profeta.