«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El polvo del verano

1 de septiembre de 2016

 

Refunfuñaba Jaime su mala suerte por adelantar el regreso de las vacaciones en solitario. Él ejerce de profesional autónomo, ello le permite elegir cuándo y cuánto asueto tomarse, pues cada día durante el año le echa unas cuantas horas más que donde fichan al entrar y salir. Pero una traba imprevista de un cliente desconsiderado le obligaba. Era domingo de canícula, las calles apenas transitadas, llegó directo desde el lugar de veraneo tras cinco horas conduciendo, sin pasar por casa, con paso acelerado, pues andaba apurado de tiempo y quería confesar antes de misa con Don Leandro, el párroco del pueblo. 

Jaime se ciscaba en Lutero por la nefasta venta de su maldita reforma en la que, cada uno se convierte en juez y parte de sus culpas quedando éstas, se ve, redimidas sin esfuerzo por el sacrificio del Crucificado. Don Leandro mentaba a menudo en sus sermones que eso no estaba bien y que no era una actitud santa aletargar el sacramento de la penitencia, menos aun ignorarlo, así que Jaime, hombre de pocos líos, por aquello de la conciencia tranquila, se confesaba periódicamente como Dios manda, no había que tentar a la suerte, cavilaba.   

El párroco, Don Leandro es clérigo de ideas claras y verbo fácil. Suele llenar los domingos el aforo de parroquianos decididamente volcados con él. Sus siempre didácticas homilías, su simpatía en la plática, el tono de voz que utiliza en cada momento han forjado una de las parroquias con más fieles de los alrededores. Cura de costumbres propias sermonea como los antiguos, desde el púlpito, para que todo el mundo le vea, sus gestos elocuentes así como sus miradas al personal hacen que el auditorio preste siempre atención, ocupan los primeros bancos mujeres de peinados con estudiado toque de laca que conforman un respetuoso club de incondicionales del párroco, siempre dispuestas a que éste les lance un giño o comentario para sonreírle respetuosamente. Aunque Jaime para sus adentros piensa que en el trato personal Don Leandro es mas bien un soso, vamos un poco borde – se define incluso el propio reverendo en ocasiones -, a diferencia de otros sacerdotes jóvenes que andan siempre prestos en tan vivido santuario. 

Llegó al templo con prontitud, pidió tanda y en pocos minutos le toco arrodillarse. Formalizado el saludo ritual Jaime empezó a narrar sus cuitas espirituales. Siempre empezaba por los pecados capitales, en esta ocasión fue directo a la soberbia. Don Leandro le escuchaba recostado benignamente en el respaldo del asiento, apenas había hilvanado un par de frases cuando el mosén le cortó, espetándole que eso era como tener ojos, oído o lengua, algo tan consustancial con las personas que la única forma de acotarlo es con humildad, así que – seguía el confesor – mira que dosis te aplicas a una u a otra, cualquier duda estate atento al evangelio de hoy (San Lucas 14,1.7-14.) que aderezaré convenientemente.

Vista la salida del confesor, prosiguió con la envidia, no la del rencor que de eso poco usa, sino la de la tristeza. Verá padre, todo me va mal, estoy desesperado, procuro ser recto, honesto, corresponder con prontitud al compañero, ser leal al amigo y de un tiempo a esta parte no me sale nada a derechas, soy un desastre, creo no ser digno de las responsabilidades que me ha depositado mi familia. Económicamente voy renqueando en inversiones, cuando nunca he ido así, trabajo de sol a sol, tengo dudas en los negocios cuando siempre he sido persona resuelta, de decisiones rápidas y…. 

Mientras Jaime lloriqueaba, sus pensamientos visitaban lo vivido pocos días antes, cuando estuvieron en casa de sus cuñados en los Pirineos, una preciosa casa de montaña, en un lugar idílico, paseos rondando el lago San Mauricio y otros mas escondidos, donde el buen manjar (¿será gula?) de las viandas de la zona y los baños en aguas del deshielo, hacía que en las frescas noches se necesitase del edredón para dormir. O la semana en la Costa Brava con su hermano y familia, disfrutando de un mar cristalino, calas retiradas, baños a las diez de la noche o a las ocho de la mañana y almuerzos exquisitos  (¿otra vez gula?) en un chiringuito desierto que se despertaba con el sol, comidas mediterráneas y cenas rematadas con copas grandes repletas de limón, hielo, tónica y destilados aromatizados de enebro (Es gula, sin duda). En ambos lugares tratados con cariño natural, generosidad desmedida, indecorosos agasajos. Incluso Jaime tuvo tiempo para leer cinco libros en apenas 20 días, (La columna del Coronel Pakez de Paco Segarra, La Templanza de María Dueñas, Diario de una Bandera de un joven comandante del ejercito español a principios del siglo XX llamado Francisco Franco, Dime quién soy de Julia Navarro y para compensar este último, La Historia de Cristo de Giovanni Papini, polémico escritor del siglo pasado), así que no podía quejarse, pues tuvo  tiempo hasta para el cultivo propio. Y es que Jaime, su mujer e hijos tras el consejo de un buen amigo, dejaron la tierra donde pace toda la familia por iniciar nuevas aventuras, así que en el estío, como en navidades la tropa merodea y  se aposenta en los “castillos” familiares que ansiosos esperan la visita, de los que partieron a conquistar nuevo mundo cruzando tan solo el Ebro. 

Don Leandro seguía recostado, apoyando levemente la cabeza, gesto cansino y sonrisa con algo de sorna, mientras Jaime seguía con el repertorio de desastres personales, pero con voz más tenue y palabras más difusas, con los pensamientos distraídos en todos los regalos que Quien manda le había dado días atrás. De nuevo fue interrumpido. Job. Cómo dice?. El Libro de Job, hijo échale una lectura, lo has leído, ¿no? Si claro, bueno no, a medias. Y es que Jaime siempre se quedaba en los Discursos de Elihú y vuelta a empezar aunque efectivamente hasta el Epílogo había leído. Pues reléelo, de nuevo y no seas tan llorón. Debes dar gracias por lo que tienes, que me imagino que callas mucho hijo. Sí padre, pensaba, dándole vueltas a los regalos en especie de este verano, corto pero intenso. 

¿Algo más? Inquirió Don Leandro. Jaime dubitativo dijo, sí padre. Pues usted dirá. Lujuria padre. El confesor le miró por primera vez a los ojos. Diga, diga. Ya sabe los pensamientos impuros. Claro es normal el verano, en fin. He estado en Sitges. ¿En Sitges? Quedó erguido el mosén mirándole fijamente. Sí, Sitges. ¿Sitges? Sí – el sacerdote miraba escudriñando a Jaime que se retiró un poco hacia atrás- . ¿Y?, preguntó. ¿Sabe que es lo mas bonito de Sitges padre? ¿El qué? Sus vistas. ¿Qué vistas? Pues el paisaje y su luz. – Jaime estaba metido en la gran foto que va desde el Hotel Terramar (donde surgió la palabra estraperlo), pasando por los chiringuitos de la playa, el Club de Mar y en lo alto la Iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla. Perpetua, iluminada, como un faro que adorna la naturaleza, templo barroco con tres bóvedas fue bendecida un 18 de Julio de 1672, siendo la heredera de dos iglesias anteriores una gótica y otra románica -. Lugar donde pasaron pintores, escritores, artistas, intelectuales. La Blanca Subur de Santiago Rusiñol, González Ruano, Antonio Mingote, Facundo Bacardí o Andrés Brugal. De luz especial y de otrora categoría indiscutible. La del Cau Ferrat, Maricel y la playa de San Sebastián. Ahora, donde antes había pintores que parecían venidos de Montmartre, ocupan el paseo manteros al servicio de mafias consentidas – . Pues verá padre no es lo mismo, todo cambia y el escenario también. Ah! – le pareció a Jaime ver en Don Leandro cierto alivio-. Ya, ya – negando con la cabeza el párroco y cerrando levemente los párpados-. Siempre vamos, todos los años, verá mi suegra, mi mujer, nosotros toda la vida. 

Y ha cambiado tanto, era un lugar de veraneo familiar, pandillas de chiquillos en bicicleta, de grupos de adolescentes jugando en la playa cuando la tarde hace apacible el día y ahora. ¿Y ahora? Ahora un paisaje uniforme, varonil diría yo, abrillantado, alocado pero distinto, algo extraño, poco natural, forzado, quizá cansino. Me sentí incomodo padre, menos cuando estaba con la familia, amigos y conocidos de siempre, comiendo o cenando (otra vez la maldita gula) en sus casas, el restaurante de toda la vida o cuando junto a las olas se tertuliaba con el café, o en el primer y solitario baño de la mañana en el mar tranquilo. Padre, está tomado de “orgullo”, ya me entiende ¿no? Preguntó Jaime, ¿pensar así es pecado de ira padre?. No hijo son los tiempos. ¿Y me he de adaptar a ellos?. Únicamente a los de Dios, en Su Palabra tienes la respuesta. ¿Y “ellos”? Pues también. Es que es una pena padre. Ya pero son hijos de Dios. – Cómo no lo van a ser, si Jaime tiene algún amigo que también es homosexual -. Ya padre pero no me refiero solo a eso, veo todo controlado, meditado, donde antes se rondaban matrimonios para con el tiempo pasear carritos con recién nacidos, ahora fornidos y adinerados ejecutivos juguetean sus vicios impúdicamente por las calles, junto a jóvenes que rozan la veintena. ¿Es pecado de ira padre? Y cuando uno dice que eso no le va, que no lo entiende, que eso no son derechos que se ejercen, sino imposiciones de algo que es como llover de abajo arriba, le tratan como a un delincuente. Pues no delincas hijo y escucha al Santo Padre. ¿A Francisco?. Sí al Papa Francisco, por supuesto, y a Benedicto y a San Juan Pablo II. Don Leandro levantaba los hombros. Que no padre, que no me refiero a ellos. ¿A que te refieres? A eso que le llaman el movimiento LGTB. Acabásemos, eso es otra historia hijo. ¿Es ira padre?. Lo dicho, escucha la Palabra de Dios. Eso haré Don Leandro. Y Jaime siguió pensando en esa Iglesia que culmina las maravillosas vistas, que alguien desconocido puso una piedra en cualquier pared, construyendo la cristiandad, alimentando occidente. 

Pero hijo, cuando me has dicho lujuria, ¿a que te referías?. Pues a lo de siempre pater, que no hay forma de dejar de “mirar”, tal como un amigo que dice ser una roca con ojos. ¿A todas? En fin padre, sobre todo a mi mujer y ya van veintisiete años de feliz matrimonio. Don Leandro le miró con sonrisa desbordada. Anda hijo eso no es pecado, es una bendición. 

Cuando en las vacaciones estivales, antaño, las familias veraneaban lejos del domicilio habitual, solían poner unas sábanas para que el polvo no se depositara en los muebles, sofás, estanterías… Eso ya no se lleva. Cuando Jaime entró en casa ahí estaba, el polvo del verano. 

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