«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Por qué debe morir el campo

23 de febrero de 2024

En uno de los capítulos de su novela Serotonina Houellebecq describe una escena perturbadora. «Perturbadora» es un  adjetivo que se puede aplicar fácilmente a la totalidad de la obra del escritor francés, aunque en el caso que nos ocupa lo perturbador deriva de su desenlace inesperado. En un determinado momento de la trama, el protagonista de la historia contempla a distancia la protesta de un grupo de agricultores. Uno de los cabecillas es un íntimo amigo suyo, en cuya propiedad el protagonista acaba de pasar unos días que le han permitido conocer de primera mano la situación de asfixia por la que atraviesa el sector agrario de su país. Enfrente de los agricultores, que acaban de cortar una carretera, se posiciona un pelotón de antidisturbios sólidamente parapetados tras sus escudos. Hay un aire de gradación de lo fatal en lo que se nos va describiendo. Algunos de los agricultores llevan armas, escopetas de caza sobre todo, y las exhiben sin reparos ante el contingente policial. El siguiente estadio en la escalada de tensión se alcanza en el momento en que los manifestantes hacen volar dos enormes máquinas agrícolas mediante el impacto de sendos cohetes contra sus depósitos de fuel. Para entonces, el lector ya intuye que estamos en los prolegómenos de una catástrofe mayor. Y así es. En medio de un silencio súbito, el amigo del protagonista, que porta un moderno fusil de asalto, se detiene frente a la compacta fila de gendarmes y, alzando su arma, apunta uno a uno a los agentes situados a una distancia de treinta metros. El cañón de su fusil se mueve lentamente, como el artilugio de un autómata. En nuestra imaginación vemos la escena con nitidez, pero no la comprendemos del todo. No todavía. A continuación, ante la mirada atónita del narrador, sucede esto: «Luego, más despacio todavía, apuntó al centro, se inmovilizó durante unos segundos, creo que menos de cinco. Algo diferente se reflejó entonces en su rostro, como un dolor general; giró el cañón, se lo colocó debajo de la barbilla y apretó el gatillo».

La imagen estalla ante nosotros con un fulgor terrible. Lo que ha hecho Houellebec es algo extraordinario. Ha condensado un aspecto concreto de la indecible crueldad de esta época y, al hacerlo, ha rescatado la verdad de una tragedia que estaba sepultada bajo el manto narcotizante de las estadísticas oficiales. En un golpe de genio, ha conseguido que visualicemos el gesto terminal en que culmina la desesperación de esos agricultores franceses que durante los últimos años, y a razón de uno por día, han estado quitándose la vida en el silencio de sus granjas, sin que nos conste una excesiva preocupación por parte de los sectores influyentes de la sociedad.

Un calvario parecido —o puede que peor— lo lleva sufriendo el campo español desde hace décadas. Ahora hemos asistido a la escenificación de su rabia, pero esa presencia ha resultado intempestiva, molesta incluso, a los ojos de la mayor parte de la clase semi-ilustrada (periodistas del mainstream, intelectualidad orgánica, astros de la industria subvencionada del entretenimiento) que decide el signo moral por el que se rige esta sociedad devastada.

El suicidio que Houellebecq nos describe en Serotonina es a la vez el suicidio de un hombre y el de todo un continente. Es una muerte retransmitida a cámara lenta, astutamente pautada mediante ayudas millonarias para abandonar los cultivos y echar el cierre a las granjas. Eso sí: antes se ha procedido a culpar al hombre del campo de algunas de las peores plagas de nuestro tiempo. Se ha difundido el estereotipo de un ser nocivo para el medio ambiente, depredador de los recursos hídricos, agente contaminante de la tierra. Pero esta coartada ecológica —que a la vez que desprestigia al campesino europeo no parece ser de aplicación al de otras latitudes— oculta un desprecio más profundo. Porque el agricultor y el ganadero son figuras que se oponen de manera frontal al perfil del nuevo ciudadano que diseñan las arrogantes élites de la tecnocracia europeísta. El habitante de esta Europa sostenible y multicultural debe ser alguien carente de vínculos sólidos con nada que pueda inducirle a la resistencia. Debe ajustarse al modelo de trabajador desarraigado, trashumante y apátrida que postula el proyecto globalista. Debe hacer apostasía de todo el elenco de lealtades que han dado forma a nuestra civilización y verter su esencia en el molde del hombre reconstituido que vive según los parámetros ideológicos que nos prescribe a diario el catecismo del Progreso universal.

Así pues, tras la execración y el abandono del sector primario, justificado con pretextos económicos y medioambientales, detectamos un proyecto de descivilización de profundas raíces antropológicas. El hombre sólido, encarnación de principios estables, cauto y apegado a la tradición, enraizado en su comunidad, depositario de una reserva de sentido que común que le vuelve visceralmente receloso frente a los experimentos sociológicos de los oligarcas que viven a costa de esquilmar a las clases productivas, debe desaparecer. Es algo que está inscrito en la dinámica de autoaniquilación que Europa ha asumido desde hace décadas con una docilidad que estremece. El gran Josep Pla lo comprendió hace ya tiempo y déjenme por eso que cierre el artículo con una cita suya que muy bien podría haberse escrito hoy: «Digámoslo claro: la sorpresa, la sorpresa creciente que están produciendo los payeses no sólo aquí, sino en todas partes, proviene simplemente de que son conservadores. Ahora bien, dado que el mundo se está saturando desde hace más de un siglo de la psicosis de la revolución, dado que no sabríamos vivir ya sin la utilización constante de la palabra revolución, la existencia de una clase instintivamente conservadora ha producido, produce y producirá —si las cosas continúan como ahora— un asombro tan grande, una sensación de novedad tan inquietante que, ante este hecho, las reacciones serán de puro mareo. Y se llegará a formar aquí, como se ha formado en otros países, la convicción de que los campesinos son una rémora, un peso muerto, una substancia insoluble en el llamado nuevo orden, una fuerza pasiva y destructora. Me parece que esto puede quedar sentado no sólo aquí, sino fuera de aquí, perentoriamente al menos».

«Una rémora, un peso muerto, una substancia insoluble en el llamado nuevo orden», escribe Pla. Los agricultores. Y por eso deben desaparecer.

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