Filósofo, dice. Tal vez por aquello del ser y la nada. Que él es, pero luego nada. El rostro es el reflejo del alma. E Illa es un tipo que siempre tiene aspecto de llegar tarde al tren por un par de minutos. Oculta en la espesura de sus soliloquios la vacuidad de un cerebro perdido en la mente de un dios menor como Pedro Sánchez. Ambos conforman tus mejores aliados para hacer frente a una pandemia, pero solo si trabajas en una fábrica de ataúdes. Cuando yerra, reitera. El incompetente siempre es contumaz. Mientras, el psicópata sonríe incluso durante el crimen. Ahora ya sabemos que su flamante plan de vacunación, en el que lleva trabajando con ahínco desde hace meses, es ganar las elecciones en Cataluña. En cierto modo, Illa me recuerda a Fleming, pero a un Fleming que, en vez de descubrir la penicilina, hubiera inventado el estreptococo.
Lo hacen todo tan mal que uno llega a preguntarse seriamente si la estrategia no formará parte de un plan siniestro para ahorrarse las pensiones. Que cosas peores hemos visto con los socialistas. A fin de cuentas, su mayor contribución a la sociedad en medio de esta horrible crisis sanitaria ha sido aprobar la eutanasia. Por lo visto, la vejez es el nuevo fascismo a combatir. Desde luego, no puede decirse que sean el gobierno de las sutilezas.
Por lo general caes en el Ministerio de Sanidad por casualidad y no protagonizarás telediarios a menos que abras fuego contra los conserjes
Pero qué pegatina. Qué pegatina le pusieron a las vacunas. Tan grande era la marca del Gobierno de España que llegué a pensar que las había fabricado Illa en el garaje del ministerio de Sanidad. Me lo imagino ahí, a tope con el Cheminova, mano a mano con Iván Redondo.
- ¡Ponle más sodio, Iván!
- Oído, ministro.
- Ah, no, sacarosa, ponle sacarosa.
- ¿Pero en las vacunas o en el cafelito?
- Tú dale, nen, que lo que no mata, engorda.
- … y falta les va a hacer a los españoles.
- Me parto contigo, Redondo.
Y tras la preciosa foto del amanecer de España en las vacunas, óleo sobre Pfizer, la realidad. A este ritmo de vacunación, sencillamente, pronto no harán falta vacunas sino más respiradores. Todo es un gran engaño. Illa representa mejor que nadie el embuste esférico de este Gobierno: lo mires por donde lo mires, todo es mentira.
Lo único verdadero es que Cataluña, galardón al que opta el filósofo, es la comunidad a la que más vacunas se le han asignado, en un reparto que se había anunciado “equitativo”. Eso y que son irrisorios los porcentajes de vacunas inyectadas entre las entregadas a las comunidades, por razones tan variopintas como la falta de personal, las vacaciones navideñas, la descoordinación, o la ineptitud del Gobierno para flexibilizar el proceso. Visto con distancia, tal vez lo más acertado que hayan hecho en medio de este caos de vacunas y porcinas sea poner el sello del Gobierno en la caja.
Poner al ministro Illa a repartir su limitadísima competencia gestora entre Sanidad y la campaña electoral catalana, parece más bien un chiste de humor negro
Veamos. El ministerio de Sanidad no es un lugar para saltar al estrellato. Por lo general caes ahí por casualidad y no protagonizarás telediarios a menos que abras fuego contra los conserjes o te comas una vaca loca viva en Instagram TV. Cada 300 o 500 años un chino muerde un pangolín vivo en algún lugar del mundo y origina alguna peste letal. Entonces el ministro de Sanidad salta a la primera plana y se convierte en la esperanza o desesperanza del país, mientras ve caer a sus compatriotas en un luto nacional desesperante. Llegado el momento, incluso el más frío de los gobernantes puede empatizar con tantas familias en duelo. Todos excepto los nuestros, Sánchez, Iglesias e Illa, que como la vacuna de Pfizer, llevan el corazón envuelto en hielo seco. Todo este asunto de la pandemia solo les parece una excusa de excepcionalidad perfecta para alcanzar sus objetivos políticos: ser emperador, en el caso de Sánchez; ser el poder definitivo en la sombra, Iglesias; y ser mandamás en Cataluña, Illa.
Había motivos para el cese del ministro de Sanidad cada día desde antes de marzo del pasado año. Los mismos que había para enviar a Simón al tetrabrik del que jamás debió salir. Y Sánchez los mantuvo. Pero ahora, justo ahora, en el momento más delicado de la coordinación del maldito plan de vacunación, poner al ministro Illa a repartir su limitadísima competencia gestora entre Sanidad y la campaña electoral catalana, parece más bien un chiste de humor negro. Jamás el psicópata debió pergeñar esta locura, pero en todo caso, jamás el filósofo debió aceptarla. Ambas maniobras describen a los dos personajes en cuyas manos están nuestras vidas, aunque tal vez debiéramos decir nuestras muertes.
En los años 80, Josep Tarradellas asestó un golpe a Jordi Pujol en forma de definición letal: “Usted siempre se va cuando tiene que quedarse, y se queda cuando debe irse”. Ahora sospecho que fue también una premonición sobre lo que ocurriría cuarenta años más tarde con el ministro que negó las mascarillas.