«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.

Por su propia naturaleza

21 de enero de 2024

Pocas cosas suscitan más problemas a la hora de interpretar una norma que la apelación en la misma a la «naturaleza» de algo; y pocas han generado más páginas de literatura jurídica y más horas de debate académico que la necesidad de descifrar cuál sea el «principio generador del desarrollo armónico y la plenitud, en cuanto tal, y siguiendo su propia e independiente evolución» —que no otra cosa es su naturaleza— de una institución jurídica.

Pero pocas veces habrá que resulte más sencillo hacerlo que en lo tocante a la relación entre el 149.1.2 y el 150.2 de la Constitución. Vaya: en torno a si la competencia en materia de nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y asilo que el primero de esos artículos atribuye en exclusiva al Estado, es susceptible de ser transferida o delegada a las comunidades autónomas, como permite el segundo artículo citado, o si por el contrario se cuenta entre las que «por su propia naturaleza» no lo son.

Y es que pocas facultades se hallan tan indisolublemente unidas a la condición estatal de una comunidad política como la de poder determinar quién sea miembro de la misma, quién pueda penetrar o no en su territorio, y qué derechos vayan a tener dentro de sus fronteras los venidos de fuera de ellas. Siquiera sea porque disponer de un territorio enmarcado por fronteras que lo separen de los de otros sujetos políticos es uno de los atributos definitorios de todo Estado; y disponer de capacidad para defenderlas y gestionarlas el primero de los poderes que un Estado reclama para sus instituciones.

Lo que convierte a las competencias estatales en materia nacionalidad, inmigración, emigración, extranjería y asilo no solo en exclusivas sino también en intransferibles e indelegables «por su propia naturaleza«, y por ello en inconstitucional —amén de insolidario, inoperante y contrario al interés general— el acuerdo, cuyo contenido exacto aun desconocemos, al que el pasado miércoles llegaron en el cuarto de escobas del Senado el Partido Socialista y Junts per Catalunya.

Primero, porque Cataluña no es un Estado, y nadie la ha reconocido jamás como tal, de modo que no dispone de fronteras que guardar ni de instituciones para hacerlo. No puede aceptar o rechazar a un inmigrante o a un demandante de asilo porque carece de capacidad para reconocer o rechazar su pasaporte, o para determinar si se trata o no de un perseguido; no puede retornar a su país de origen a un inmigrante ilegal o deportar a un delincuente porque no tiene acceso a los cauces diplomáticos para proceder a ello; y mucho menos puede impedir la entrada en su territorio de un individuo porque no ostenta el control sobre sus fronteras, o directamente carece de ellas.

Y segundo, porque del mismo modo que los españoles tenemos los mismos derechos con independencia de cuál sea el lugar del país en el que nacimos, también los extranjeros que pretendan entrar, o residir, o salir de nuestro territorio tienen derecho a hacerlo en igualdad de condiciones con independencia de cuál sea el lugar del país que hayan elegido para ello. No cabe, pues, una política de asilo que parta de valoraciones contrapuestas acerca de cuál sea el alcance de este derecho, ni una política de integración social del inmigrante que imponga a éstos reglas distintas en función de las prioridades de las autoridades autonómicas de turno.

Lo que nos aboca a concluir que la promesa hecha por el Presidente del Gobierno a los dirigentes de Junts de proceder a la «delegación integral de las competencias de inmigración» al gobierno catalán está abocada bien a ser declarada inconstitucional, bien a revelarse como una burda —aunque, visto lo visto, eficaz— engañifa. A lo primero, inclina tanto la letra del acuerdo hecho público por los interesados como la constatación de que en tanto que partido declaradamente separatista, la estrategia de Junts pasa por debilitar lentamente al Estado apropiándose gradualmente de sus funciones, al tiempo que dotar a Cataluña —también de manera gradual— de todos los atributos que son propios de un Estado independiente. A lo segundo, en cambio, inclina la engañosa explicación que del acuerdo de marras dio este domingo el Presidente Sánchez con ocasión de una entrevista en prensa, en la que ante la pregunta directa de cuáles eran exactamente las competencias en materia inmigración que se había comprometido a ceder a Cataluña respondió con vagas alusiones a la política europea sobre la materia, para acabar despejando el balón a córner con un «tendremos que hablar con la Generalitat». Amén, por supuesto, de la acreditada falta de credibilidad del propio Sánchez, capaz de prometer una cosa y firmar la contraria con márgenes de tiempo cada vez más breves entre una cosa y la otra.

Pero sea cual sea su contenido exacto, el hecho es que el acuerdo alcanzado el pasado miércoles entre el PSOE y Junts revela, una vez más, la creciente debilidad del ejecutivo de Sánchez, la insaciable voracidad de su principal aliado, la infantil candidez de sus aliados menores, la desesperante impredecibilidad de los procesos legislativos en curso, la humillante marginalidad del parlamento, y la clara determinación del separatismo para alcanzar sus objetivos. Y, por si ello no fuera suficientemente preocupante, pone de relieve que en una Cataluña ciega ante el peligro del islamismo radical y la delincuencia común, los partidos nacionalistas han preferido poner en agenda la «asimilación» de todos esos esforzados inmigrantes hispanohablantes que tienen entre sus prioridades trabajar duro y sacar adelante a sus familias antes que aprender el catalán.

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