La semana pasada, el PP firmaba con el PSOE un pacto para controlar los contenidos de las redes sociales. El ámbito: algo tan aparentemente secundario como una subcomisión del Congreso. La motivación: luchar contra los «delitos de odio», ese delirante invento para justificar la vigilancia ideológica. Si le quitamos la cobertura retórica propia de estas cosas, lo que nos queda es una plataforma para censurar las críticas a la inmigración, porque no es otra cosa —nadie lo dude— lo que de verdad se ventilaba en este lance. Cinco días después, y con esos votos del PP en el bolsillo, Sánchez se apresuraba a presentar su proyecto de control de los medios de comunicación para «frenar la desinformación» y, naturalmente, ha recabado el apoyo del PP, que ahora va a tener que explicar por qué apoya al Gobierno para controlar las redes pero no para controlar a los medios. Mientras tanto, el PSOE pone en marcha un aparato de intoxicación informativa para deteriorar la imagen pública de jueces y periodistas críticos. Aparato, por cierto, engrasado con las peores artes de la guerra informativa, desde testimonios de encausados judiciales previa promesa de un trato benévolo hasta porquería acumulada en las cloacas del Estado. Con esta gente, con ese aparato, es con lo que el PP ha firmado un pacto para controlar las redes sociales. Hay que ser estúpido. O malvado.
Seguramente habrá en el PP quien diga que lo de las redes y lo de los medios son dos cosas distintas. Incluso habrá quien lo diga sinceramente. Pero no, no son cosas distintas; entre otras razones, porque para el muñidor de la estrategia, que es el gabinete de Sánchez, todo es una y la misma cosa. Especialmente después de que el PP —sí, siempre él— votara en Estrasburgo la matriz europea de ese control de la información que ahora Sánchez —torciendo su espíritu todo lo que se quiera— quiere aplicar en España. ¿Es que el PP no sabe en qué mundo vivimos? En pocas semanas hemos visto la intervención oficial del Estado en Francia contra las cadenas de TV de derecha, la detención del jefe de Telegram, la arremetida del comisario europeo (recientemente dimitido) Thierry Breton contra Elon Musk y X, la confesión de Meta sobre sus connivencias con el poder en Washington para censurar contenidos, la persecución abierta contra cuentas «problemáticas» en Alemania… Hay una guerra larvada del poder contra la libertad de expresión. En ese contexto, las tendencias liberticidas de Sánchez cobran otro color aún más siniestro. ¿No lo sabe el PP? Sí, claro que lo sabe. Eso es lo peor.
De las querencias tiránicas de Sánchez y la sumisión ovina de su partido poco hay que decir que no se haya dicho ya. Lo que sigue siendo asombroso es la estulticia con la que el PP, una vez tras otra, termina sembrando el campo para que el tirano coseche. Salvo que no sea estulticia. Salvo que sea, efectivamente, complicidad. Así el PP no sería ya Poncio Pilatos, sino Judas, directamente. Por supuesto, todos conocemos a conspicuos dirigentes del PP que son razonablemente patriotas, demócratas convencidos e intachables defensores de las libertades públicas. Por eso no es enteramente justo decir que el PP y el PSOE «son lo mismo». Pero, si no son lo mismo, cada vez es más difícil negar que se está convirtiendo en una forma distinta de llegar al mismo lado. Si alguien lo duda, no tiene más que constatar la complicidad de hecho del PP con cosas como las leyes de «memoria», el adoctrinamiento LGTB en las aulas, la persecución a la lengua española, etc.
Al final, el PP es ese partido cuyos alcaldes prometen en campaña acabar con las restricciones ambientales al tráfico y, en cuanto llegan al poder, no sólo las mantienen, sino que las intensifican. Alcaldes a los que, pese a todo, hay que votar porque, si no, viene el comunismo, como dicen los ayusistas. Comunismo que, por otra parte, también quiere dejarnos sin coches, como los alcaldes del PP. Es un partido lleno de complejos: dentro, por el dogma ya absurdo de la «colaboración institucional», y fuera, obnubilado por la nube tóxica de la «gobernanza global». La colaboración institucional es la trampa que una y otra vez le pone el Gobierno y en la que el PP cae gozosamente, ya se trate de renovar cargos del Estado o de regularizar inmigrantes, pactos en los que el PP siempre sale perdiendo. Y la gobernanza global (globalista) es ese mantra ante el que el PP se extasía y que le empuja siempre a ejecutar políticas directamente contrarias a los intereses y convicciones de sus votantes. Seria risible si no fuera porque hay millones de españoles convencidos de que el PP es realmente una alternativa.
¿Poncio Pilatos o directamente Judas Iscariote?