Se publica que el presidente de la patronal catalana Foment del Treball, Joaquim Gay de Montellà, ha pedido al Rey Juan Carlos que presione al Partido Popular y al Partido Socialista Obrero Español para que discurran alguna forma de realizar el referéndum secesionista que patrocinan los partidos separatistas de Cataluña. Según se nos cuenta, el señor Gay de Montellà ha tomado esta iniciativa porque cree varias cosas, a saber: primera, que la celebración de la consulta (eufemismo del referéndum para que parezca menos ilegal) es inevitable, y que es mejor para todos que se haga con la aquiescencia del poder que en su contra; segunda, que todavía existen probabilidades de que la respuesta sea favorable a mantener a Cataluña en el conjunto de España, y que más tarde cualquiera sabe; tercera, que la Corona ha de intervenir activamente a favor del referéndum porque el PSOE está destrozado y el bipartidismo anda de capa caída, y el impulso regio le parece esencial.
Parece que el referéndum es la única salida que los directivos del Foment del Treball son capaces de vislumbrar en las circunstancias actuales. Es comprensible, porque no se va a pedir a unos empresarios que tengan visión de Estado, o que se crean las exquisiteces del imperio de la ley, los principios generales del Derecho y la seguridad jurídica, o la sentencia de San Agustín según la cual un Gobierno sin justicia no es distinguible de una partida de ladrones. Ellos, los empresarios, tienen otra mentalidad. Son pragmáticos. Les cuesta comprender términos como lealtad o traición, que consideran lastres que impiden flotar. Creo que era en la pelícila La ciutat cremada donde un adinerado industrial de Barcelona sorprende a su hija en la cama con un jovenzuelo, y monta en cólera hasta que el chico le dice su apellido, que es el de una familia aún más rica que la suya; su semblante muda súbitamente, se sienta en una esquina del lecho, y sólo murmura: «Parlem-ne» (hablemos).
Pero la vida real enseña a estos empresarios catalanes que su actitud tiene precedentes ilustres, al margen de guiones cinematográficos más o menos cómicos. La compañía alemana Krupp AG era, desde el siglo XIX, una de las industrias pesadas y de armamento más antiguas del mundo. Bertha Krupp, heredera del imperio siderúrgico tras el suicidio de su padre, se casó con un diplomático llamado Gustav von Bohlen, que adoptó el apellido Krupp para hacerse cargo del negocio, ya que a finales del XIX era impensable que lo controlase una mujer. La Krupp proveyó de armas a Prusia, luego al Imperio alemán; tras la derrota en la I Guerra Mundial, Alemania tuvo prohibida la fabricación de armamento, pero Krupp fabricó clandestinamente armas que vendió a suecos y holandeses mediante empresas interpuestas. El nacionalsocialismo libró a la Krupp de los molestos sindicatos, y desde entonces las relaciones de la empresa con Hitler fueron excelentes hasta el fin de la II Guerra Mundial, que los alemanes libraron con armamento Krupp, naturalmente. Gustav Krupp no llegó a ser juzgado en Núremberg por su estado senil. Y el imperio industrial ha seguido prosperando tras la guerra con los democristianos de Adenauer y los socialistas de Brandt, y así hasta hoy.
Los empresarios, como los notarios, los relojeros o los periodistas, se parecen más a otros empresarios, notarios, relojeros o periodistas de cualquier lugar del mundo que a compatriotas que se dediquen a otras cosas. Parece que es ley de vida. Pero la Krupp no impidió ninguna guerra, sino que se lucró de todas ellas.
La petición del presidente del Foment del Treball al Rey puede ser comprensible. Pero me parece más que dudoso que sea justificable. La vehemente sospecha de que no hablan del Estado, sino de sus intereses, no es fácil de descartar.