La caída de Gallardón estaba cantada desde que el anteproyecto de ley del aborto fue redactado de acuerdo con las aspiraciones de las asociaciones pro vida y la doctrina de la Iglesia al respecto. Hace tiempo que la sociedad española ha abandonado mayoritariamente estas posiciones de fuerte compromiso con una determinada visión del ser humano y su dignidad intrínseca desde el instante de su concepción para entregarse al relativismo que conduce al camino aparentemente fácil. El asunto a dilucidar presenta dos espinosas dificultades, una de conflicto de derechos y otra de respuesta al sufrimiento real de muchas mujeres. Cuando una futura madre alberga una vida en gestación no cabe duda de que se ve afectada en aspectos fundamentales de su existencia y de que esa circunstancia la dota de derechos que deben ser tenidos en cuenta. La criatura que se forma en su seno merece por su parte una fuerte protección atendiendo a su indefensión y a su naturaleza inequívocamente humana. También es cierto, y no puede ser ignorado, que frecuentemente la decisión de abortar no es fruto de un frívolo hedonismo, sino que obedece a causas muy serias de orden económico, familiar, social o laboral. Por eso el problema es tan difícil y la opción que se tome para afrontarlo ha de estar basada en convicciones profundas en uno u otro sentido. La cuestión que ha debido resolver el Gobierno es si un tema de este calado ha de ser objeto de legislación basada en un concreto orden moral o, al igual que sucede en otros campos de la política, puede tratarse de manera más pragmática.
Cualquiera que conozca un poco a la actual cúpula del Partido Popular podía adivinar el desenlace del vía crucis al que se ha visto sometido el ministro de Justicia. El alarmante descenso del apoyo de su electorado más a la derecha condujo a la elaboración del anteproyecto destinado a corregir el enfoque netamente izquierdista de Zapatero y la comprobación de que las pérdidas podían ser incluso mayores por la banda del centro han causado el brusco giro en dirección opuesta. El asombro indignado de la Conferencia Episcopal, las acusaciones de traición de Gador Joya y el dolorido reproche de Benigno Blanco suenan en este contexto tan conmovedores como ingenuos. Los dos grandes partidos del sistema prescinden de la ideología o, lo que es lo mismo, de un sistema de creencias que les oriente a la hora de redactar sus programas o de impulsar su acción legislativa. Sus etiquetas en este terreno son puramente ornamentales y carecen de arraigo alguno en las mentes y conciencias de sus dirigentes. Los socialistas bajan los impuestos sí eso les conviene y los populares los suben si así mantienen el Estado gigantesco e ineficiente del que ambos se alimentan. Los socialistas combaten a ETA o negocian con ella dependiendo de la coyuntura y lo mismo hace su principal adversario. En ninguna de las dos organizaciones hay un sistema articulado de ideas y de valores; la política consiste tanto en Génova como en Ferraz en un complejo ejercicio de sociología aplicada cuyo objetivo es llenar las urnas de papeletas favorables. El viraje del Gobierno de Rajoy en el anteproyecto de ley del aborto lo demuestra claramente. Los españoles han de ser conscientes de que sus gobernantes, puestos a elegir entre principios y encuestas, se inclinan invariablemente ante las encuestas. Es un dato molesto, inquietante incluso, pero que no engaña a nadie. De hecho, cada día se esfuerzan menos en disimularlo.