No ha hecho falta que nadie le arree un guantazo o un crochet en el mentón a Antonio Maestre para que las Cortes versionen la ley de defensa de la República como la que redactaron Azaña y Casares Quiroga. El jacobino ilustrado, tan elogiado en la derecha en la época de Aznar, decretó que España había dejado de ser católica y después cerró más de cien periódicos.
Esta semana el Congreso ha aprobado la reforma del reglamento para expulsar a los medios desafectos. Para Patxi López son pseudoperiodistas y los distingue de los serios, a los que agradece su trabajo, compromiso con la verdad y la buena información. De ninguna manera puede haber cabida para el odio al que piensa distinto ni espacio para el acoso al disidente. Esos fuera. Y Bildu dentro. Son clasistas y racistas «por más negro que sea alguno» (sic), aunque ni pío de Pardo de Vera (la periodista, no la que contrató a Jéssica), que le tiró el micrófono al suelo a Ndongo al grito de “recógelo como gorila”.
La iniciativa traída al alimón por PSOE y PNV es en realidad la actualización de un manifiesto que los jefes de prensa de los partidos que sustentan a Sánchez firmaron en diciembre de 2021 reclamando la vuelta de la censura. Después vinieron las asociaciones de periodistas, entes a mitad de camino entre el sindicato con micrófono y el retiro para dinosaurios de la transición. A falta de la rúbrica oficial, la atmósfera ya estaba creada.
Esta nueva victoria de Sánchez demuestra que su gran logro es que los medios y el poder político vayan de la mano con total naturalidad. Moncloa ha sometido a los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) mientras que al cuarto, la prensa, lo tiene aún más de rodillas porque le da de comer. No hay medios públicos y privados, sino públicos y concertados. Tampoco es verdad que TVE sea el NODO como leemos a menudo, qué más quisieran. La propaganda es mucho más vulgar. Desde primera hora de la mañana desfilan en la mesa de Inchaurrondo (medio millón al año) los plumillas elegidos por Ferraz y Génova para contarnos qué está pasando. Por la tarde llegan las Charos de sobremesa, Cintora en La 2 y Broncano (28 millones) de noche. Turra política completa y zafiedad a partes iguales.
Son los encubridores de la corrupción socialista mientras el Congreso aprueba un régimen sancionador para los periodistas incómodos. La izquierda tuvo a sus gamberros durante décadas, pero a Évole y Wyoming les llamaban cultura.
La cuestión de fondo, la esencial, es que asistimos al fin de la libertad de expresión en Occidente. En Irlanda el boxeador y candidato a la presidencia, Conor McGregor, denuncia que ese derecho se lo han arrebatado al pueblo. Lo dice en un momento en que la policía persigue al tuitero hasta la puerta de casa y la prensa acusa de racista a quienes, como los irlandeses, protestan por las salvajadas que a menudo sufren en sus calles.
Tal estigmatización es muy propia de los medios tradicionales y eso suscita el rechazo generalizado entre la juventud, que emplea términos como jovenlandés para sortear la censura en las redes y denunciar que un magrebí ha cometido un crimen. En cierto modo, recuerda a Calvo Sotelo cuando leía en la tribuna del Congreso los asesinatos del Frente Popular que no aparecían en los periódicos secuestrados por Azaña. Era la única manera de llegar a la calle.
PD: Al queridísimo Antonio O’Mullony, un poco menos irlandés que McGregor, pero igual de valiente.