«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

¿Qué democracia?

18 de abril de 2023

Desfilan por mi timeline José Antonio Primo de Rivera, Charles Maurras, el General De Gaulle y eso que Adriano Erriguel ha dado en llamar el «catolicismo kitsch». Lo hacen en forma de artículo, claro, y gracias a las plumas del ya citado Erriguel, Jorge Bustos y Domingo González. Al margen de piezas más trascendentes, dado el momento en que han sido publicadas (Semana Santa), creo que es lo más interesante que he podido leer estos días. Si les apetece y disponen del tiempo, échenles un ojo.

Además de ser coetáneos y haberse leído, es seguro que José Antonio conocía parte de la producción literaria y periodística de Maurras, a ambos personajes también une el hecho de haber influido en los regímenes que vinieron después de su muerte; fuera ésta física, como en el caso del fundador de Falange Española, o social, que fue la que vivió el ideólogo de Acción Francesa a partir de 1945. En lo que respecta a este último, Domingo González señala su influencia política a través de Raymond Aron. El filósofo liberal se preguntó, utilizando como subterfugio a los «viejos republicanos», si el gaullismo no era una especie de venganza póstuma de Charles Maurras (Maurras y De Gaulle, revista Ideas, 8 de Abril de 2023).

No es casual que en estos tiempos pueda evocarse la vigencia de José Antonio en un medio generalista o que, en otro orden de cosas, buena parte de la derecha francesa persiga la identificación con el gaullismo. Hasta hace no muchos años, de uno y otro sólo se acordaban algunos historiadores o sus escasos herederos políticos, pero, al asomar la idea del declive demoliberal, vuelven para ser utilizados a modo de reactivo químico; no tanto con la función de detectar el mal que aqueja al sistema y aplicar viejas recetas, sino con la de localizar dónde está haciendo más daño la enfermedad. Gracias a esta prueba, podemos deducir que la soberanía y el «Estado social» están muy tocados. Concedo que la conclusión no es novedosa. Sin embargo, la manera de llegar a ella tiene su interés.

No existe el dilema entre «los estertores de un siglo XX, cuyas categorías se niegan a morir», o «el nacimiento de una nueva era» (La vigencia de José Antonio, Jorge Bustos, El Mundo, 7 de abril de 2023). Lo primero conduce a lo segundo. Si dichas «categorías» se resisten a desaparecer es porque viene algo nuevo que quiere reemplazarlas. El verdadero gran asunto de nuestros días es el de valorar si tal novedad, hija de la esencia «progresista» que caracteriza a la democracia liberal, nos acerca a los valores que de ella nos venden desde distintos púlpitos mediáticos. No parece que así sea.

Nuestros «mejores» podrán hacer toda la pedagogía que quieran con el fin de convencer al personal de la superioridad del «Estado social de mercado» —o lo que quede de él—; otros nos podrán hablar de Lord Acton o adornar de un carácter casi religioso el concepto de libertad dentro del orden demoliberal. Todo ello estará muy bien, pero la imagen del asalto a la sede parisina de BlackRock es más elocuente que cuarenta artículos o tribunas explicándonos en qué consiste el sistema que nos hemos dado.

A la hora de la verdad, los parroquianos de los cafés PMU gabachos saben bastante mejor que nuestros intelectuales orgánicos dónde se encuentra el verdadero poder y de qué va todo esto. No están en la filosofía política o la del Derecho, pero su intuición les basta: la «connivencia» de corporaciones como BlackRock o McKinsey con la Administración del Estado, curiosamente compañías asociadas al Foro Económico Mundial; el sometimiento a una Unión Europea tocada por graves escándalos de corrupción dispuesta a sacrificarse, y a sacrificarnos, en favor de los intereses de terceros; la transformación del político en mero seguidor de agendas y directrices impuestas desde el exterior que se hacen pasar, hábilmente, por asuntos cruciales para la ciudadanía y que van minando el cacareado «Estado social»… Todo lo anterior es encajado gracias a una arquitectura jurídica que confiere la «formalidad» necesaria o mantiene las apariencias.

Los propagandistas del sistema, tenga éste forma de V República o de Régimen del 78, deberían saber que ya estamos en otra cosa: en el Régimen de 2004 o, en el caso de nuestros vecinos, en el desmontaje de la República nacida en 1956. ¿Es ésta la democracia que nos conminan a defender «con la cabeza y el corazón»?

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