Recuerdo como si fuera ayer aquella jornada, aunque hayan pasado casi tres años: gran evento con cena incluida —saliendo de pandemia— con antiguos alumnos en escuela de negocios a la que asistía como profesor, conexión estrella vía internet con exalumno que había hecho las Américas y entonces trabajaba en Meta (antes Facebook). La verdad es que el chico se lo había currado de veras, no la presentación, que era espantosa, sino su carrera, gran consultora en España, startup propia, luego el chiringo de Zuckerberg, de quitarse el sombrero. Tras unos inspiradores preliminares, tan-tata-chán: el Metaverso, «un entorno multiusuario perpetuo y persistente que fusiona la realidad física con la virtualidad digital». Estadísticas sobre desarrollo inminente, gráficos de tarta sobre mercado de publicidad que transitaba de las redes sociales al Metaverso, etcétera. «Esto es el futuro, incluso el presente», concluía el distante ponente y un montón de cuellos cabeceaban en la sala en señal de asentimiento.
Si me hubieran dado, qué sé yo, cien euros por cada vez que he escuchado «esto es el futuro, incluso el presente», hoy conduciría un Lambo de esos por los que suspiran los reguetoneros. Y eso que me dedico desde hace diecisiete años al mundo de la innovación, por lo que digo yo que no seré sospechoso de inmovilista, encantado como estoy de haber ayudado a multitud de empresas en su empeño por conquistar el futuro. Precisamente por ello me consta que la innovación es mucho menos espectacular de lo que parece, sin dejar de ser muy conveniente y además lucrativa: pero hay que hacerla sin boludeces. El término que usamos en el mundo de la empresa para estos globos que se hinchan y luego explotan —embaucando a no pocos entremedias— es hype: la escandalera que se monta con el último grito tecnológico que a lo mejor se queda en nada.
Hay gente que no escarmienta. En 2012, y con el auspicio de la revista Time, que la denominó «el invento del año y posiblemente de la década», nacían las Gafas de Google, que venían a sepultar a los teléfonos móviles. Aparecieron en Los Simpson y en la Semana de la Moda de Nueva York y se presentaron en una ceremonia digna de los Oscar en la que se vaticinó que el gesto de tocar una pantalla y arrimarse el ladrillito a la oreja sería vintage en un par de años. Lo que ocurrió en ese tiempo fue que el proyecto se hundió y la compañía quemó unos diez mil millones de dólares. ¿Por qué fracasaron? Porque los genios del negocio y los desarrolladores de Google no calibraron los problemas de privacidad que deparaba que hubiera gente con unas gafas puestas que podían estar grabando todo el tiempo. Y no cayeron porque en la Tecnolandia californiana, entre bol de quinoa y soja y postre de kale texturizado no se juntan mucho con gente normal, de ahí que de cuando en cuando produzcan genialidades técnicas que resultan ser aberraciones humanas. Con que el jefe del proyecto hubiera cogido un vuelo y luego un taxi y hubiera parado en Triana a tomarse unas cañas con un focus group de lugareños se habría dado cuenta de la estupidez que alumbraba; pero se ve que prefirió confiar en lo que le dijesen otros californianos, con el resultado consabido.
Por si cree que exagero le contaré otra: hace un par de años Blake Lemoine, ingeniero en la misma compañía, se despachaba en New York Times con la gruesa afirmación de que la IA «ya sentía», a partir de su experiencia con el lenguaje neuronal LaMDA. No contento con eso, afirmó en otra entrevista, esta vez en Wired: «Sus respuestas mostraron que tiene una espiritualidad muy sofisticada y que comprenden cuál es su naturaleza y esencia». «No importa si tienen un cerebro hecho de carne en la cabeza [sic]. O si tienen mil millones de líneas de código […] escucho lo que tienen que decir, y así es como decido qué es y qué no es una persona». ¿Con qué tipo de gente suelen mezclarse estos pollos? Lo más naif de la sorpresa de Lemoine es esto: las herramientas como LaMDA están diseñadas precisamente para emplear el lenguaje emulando a los seres humanos; pero el ingeniero, en vez de enorgullecerse de la copia, cree que es un nuevo Dios que ha creado una nueva criatura. Que algo hable, no quiere decir que sienta; y el modo en que LaMDA desarrolla el lenguaje no se parece en nada a cómo lo hacemos los ultrasociales seres humanos.
Un poco lo mismo le pasó con su demencial Metaverso a Mark Zuckerberg, al que esperan en unos años en el infierno. Un día estaba la gente preguntándose si sacarse entradas para un concierto virtual de Taylor Swift y Nike anunciando que pondría muchos millones en vender zapatillas virtuales —y la gente con dos dedos de frente riéndose, entre el desprecio de los enterados, de ese disparate— y poco después estaban cerrándose divisiones enteras, cancelándose contratos de patrocinio pagaderos en criptomonedas y yendo una pila de tecnólogos a la puñetera calle. El impacto económico del metaverso en España podría llegar a los 53.000 millones de euros en 2035, titulaba un artículo de Meta (naturalmente); , el consejero de Innovación de Navarra, hasta se creó un despacho en el metaverso, una iniciativa que recabó en dos años la alucinante cifra de 52 Likes. Y es que no hay innovación que subsista si resulta anti antropológica, y por suerte siguen siendo muchos más quienes no han perdido la cabeza y necesitan el contacto físico y el rostro ajeno para disfrutar de sus experiencias.
Hace algunas semanas oí en una conferencia —«esto es el futuro, incluso el presente»— que tenemos que hacernos a la idea de que en pocos años habrá psicólogos y profesores que serán hologramas alimentados con IA, herramientas que personalizarán el servicio y que no solo serán más baratas que los seres humanos a quienes sustituyan, sino además más finos, más resilientes y más todo. Un tipo que se dedicó toda la velada a babear sobre cada nuevo hype que se le presentaba, sin dejar de repetirnos a los demás que «había que ser muy tonto para no subirse a este carro», me preguntó cuando terminó el ponente: «¿Me recomendarías que invirtiera en una empresa que esté desarrollando profesores y psicólogos digitales?». Me limité a encogerme de hombros y a responderle «obvio». ¿Quién soy yo para quitarle la ilusión a quien quiere hacer una hoguera con sus propios billetes?