Los males de la educación ni están todos en los centros —padres y y capitanes de la industria tecnológica, solo por mencionar a los más evidentes, tienen responsabilidad en ello— ni por supuesto se circunscriben a la secundaria, pues la primaria y formación profesional/universidad tienen sus propios problemas (y bien sangrantes). Además, puede decirse que por definición nuestros problemas empiezan en la primaria, sobre todo en lectoescritura. No obstante, aquí me quiero centrar en la etapa segunda, por concurrir en ella el inicio de la adolescencia, en sí problemática, y por su centralidad en el proceso de maduración personal y civil de nuestros conciudadanos. Por eso quisiera lanzar al lector la pregunta con que encabezo el artículo, y tratar de esbozar una respuesta.
No es ningún secreto que la secundaria vive un intenso declive. Las señales de alarma no solo vienen de los informes PISA; lo que sabemos sobre ansiedad, depresión y suicidio o el desbarajuste de los dispositivos desatencionales son importantes añadidos, y el capítulo de sucesos, que no deja de sobresaltarnos —agresiones, altercados, etcétera—, también importa. Como siempre aclaramos, estas señales se refieren al término medio de los estudiantes y hacia dónde se escora la tendencia, y no son obstáculo para que los mejores de entre ellos sean mejores que nunca en casi todas las categorías que puedan imaginarse.
¿Qué es lo que podríamos hacer y no estamos haciendo —al menos no lo suficiente—, ni los legisladores, ni los profesores ni los padres? Para empezar, contarles por qué han de educarse. La raíz etimológica del verbo es el latín e-ducere, y por lo tanto significa conducir a alguna parte; saber cuál es el lugar de destino por fuerza tiene que ser importante. Lo que escuchan machaconamente es que ese destino es la felicidad y el empleo, en un mundo respectivamente espantoso e hipercompetitivo, y ambas cosas son falsas como solo lo son las peores falsedades, como una conjugación de verdad y mentira. Claro que la vida es difícil y habrán de trabajar; pero conduciéndolos a ese empeño diminuto se pierden lo mejor del mundo, lo más grande.
Podríamos probar un camino alternativo y más razonable: recordarles que aprender es un deber gozosa, una obligación, en el mejor sentido, es decir, un vínculo que al formarse establecen con quienes les sucederán, quienes están y quienes les precedieron. Pasar de ese proyecto absolutamente individual arriba descrito a este empeño que, sin dejar profundamente personal, es también colectivo, les abriría a una perspectiva distinta y a oportunidades para el orgullo. ¿Por qué no hay momentos para que entiendan la gloria de forma parte de un proyecto civilizatorio como el humano, creador sobre la tierra de la belleza, el bien, el amor y la verdad, nuestros sentidos vitales? Por aquí pasa, me parece, el meollo de la situación, por formar ciudadanos con la barbilla en alto y el pecho henchido, en vez de hornadas y hornadas de súbditos amedrentados y bovinos.
Haría falta para eso, naturalmente, enseñarles cómo están siendo estafados por los poderosos, comerciales o políticos, inducirles a que se rebelen y a que aspiren a construir grandes cosas. Los profesores pueden y deben ser sus referentes en ese camino. No solo con los contenidos de su materia, sino recuperando su papel fundamental en ese proyecto. Para ello habría que re-prestigiar al profesor y defenderlo de agresiones, y consecuentemente re-prestigiar la profesión, que vive horas bajas. Todo es parte de un ciclo, y solo atraeremos a los mejores profesores si enseñar vuelve a ser una empresa civil de categoría, y una profesión a salvo de determinados extremos.
Los estudiantes comienzan la secundaria como peones pasivos, y si algo está creciendo a toda velocidad y con gran peligro es la indolencia. ¿A quién puede extrañarle, dado lo que se les plantea? Hay que contarles que están ante la aventura fundamental de sus vidas, que les está siendo sustraída: la construcción de su carácter. Para ello, los institutos han de acometer un trabajo hercúleo, porque no están en medio de la nada, sino de una cultura de la desafección, la cobardía y el consumo. Han de ser bastiones contraculturales, en vez de apéndices de un sistema que hace aguas. ¿Dónde, sino en la adolescencia, va a ser mejor lugar para alistarse en la epopeya por la verdad, la belleza y la justicia? Hacerlo implica mostrarles que el mundo no es una guardería, y que no han venido a este mundo a adaptarse a él, sino a mejorarlo.
Enseño en grado —donde se supone que la madurez es mayor—; muchos años en clase después, he descubierto que no se puede enseñar a quien no quiere aprender, y que debemos hacérselo saber a quien está en esas y defender a quienes sí que quieren. Las circunstancias personales de los alumnos pueden ser muy duras, y hay que hacer todos los esfuerzos posibles por recuperar a los más vulnerables; pero también hay que hacerles saber que un aula es un lugar con reglas que honran el acto de enseñar y aprender que permiten que quienes participan en él tengan las mismas oportunidades. Para conseguirlo, no bastan las leyes: necesitamos valentía en la dirección de los centros, tanto para tratar acosos y agresiones como para ser decididos en la protección de ese templo del aprender que es una clase.
Una secundaria de la fortaleza, la capacidad y la audacia: eso es lo que necesitamos. No hay que tener mucha esperanza en que la cosa se solucione por ley, estando en lo que están los dos grandes partidos a lo suyo y sin interés real alguno en una ciudadanía fuerte, capaz y por lo tanto exigente. Pero algo tendrá que hacer la sociedad civil para presionar para que viremos hacia las mejores soluciones, y algo tendrán que hacer, en concreto, padres, docentes y directores de centros, los principales implicados. El mayor mal de la educación secundaria es la abulia; y es culpa nuestra, de los mayores, pues para eso somos responsables. La tendencia no es buena y se nos hace tarde, pero existen soluciones. La conversación pública, cada vez más elevada de tono, exige que dejemos atrás interesadas polarizaciones y pasemos a la acción conjunta, por el bien de todos.