«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La quiebra del orden público

2 de junio de 2016

Toda sociedad civilizada e incluso  primitiva, está organizada en torno a una serie de normas,  convenios colectivos, que son consecuencia de unos principios y de unos acuerdos entre los ciudadanos, pactos alcanzados a lo largo de su historia, como diría cualquiera de los clásicos de la teoría política, que permiten la convivencia pacífica y el progreso de la mayoría de los miembros de esa sociedad. Esta es sin duda una teoría contrastada a lo largo de la historia: una fórmula de convivencia  a la que se aspira, tras comprobar los efectos catastróficos que tiene en el conjunto social  la ausencia de un orden social estable y pactado, al menos para la mayoría de la población.

El orden perfecto que satisfaga a todo el mundo no existe, ni el sistema político económico o social que le convenga a toda la población tampoco, incluso, aunque teóricamente pudiera existir tal utopía, siempre habría individuos que no estarían conformes y se rebelarían contra el mismo, pues en el ser humano subyace un espíritu de rebeldía innato contra lo establecido, es parte del elan vital, sobre todo en los jóvenes,  un conflicto generacional permanente, así como una confrontación de ideales dispares y en muchos casos contradictorios. No hay más remedio que escoger, y  todo proceso de selección genera victimas, hay que optar por el mal menor o si se prefiere el bien mayor.

Una crisis económica, un empobrecimiento generalizado de la población, una gran desgracia natural, terremotos, huracanes, inundaciones fruto de de la ira de la naturaleza, unas plagas, pestes o epidemias,  las consecuencias de una guerra, por muy letales que sean, son males espantosos que producen sufrimientos sin límite, dan lugar a injusticias y abusos que suponen un retroceso en la evolución en un conjunto social más o menos geográficamente amplio, se padecen con estoicismo y se intentan superar con comprensión y voluntad para salir adelante, por considerarlas en su mayoría como inevitables .

Existe un margen de tolerancia psicológica colectiva para tales hechos, aunque no se reconozca públicamente, no así a la larga para un deterioro del orden público y la quiebra de la seguridad personal, un desorden al que se ha llegado más menos voluntariamente por incapacidad o falta de voluntad para imponerse a los delincuentes o revoltosos que ponen en riesgo los bienes y la seguridad de las personas.

Cuando un gobierno pierde la capacidad de control,  o se resiste a imponerlo, por la fuerza incluso, que es la conducta obligada que debe ejercer toda forma de autoridad dentro de un conjunto social, para restablecer esa disciplina necesaria, y se está olvidando, que esa es su primera y principal obligación, la que  justifica en última instancia la propia existencia del estado y de un gobierno,  tal institución pierde toda autoridad para ser respetada u obedecida,  sea cual sea la forma que ese gobierno adopte.

La existencia de un régimen calificado como “demócrata”, no justifica el desorden: el hecho de que haya una mayoría de votos, no permite alterar el orden público, ni  privar a nadie del ejercicio de sus derechos, el concepto de estado de derecho es anterior y superior a cualquier fórmula electoral, ignorarlo es exponerse a provocar un gravísimo conflicto y a destruir la esencia del parlamentarismo democrático mismo, conduciendo a los ciudadanos a la búsqueda de soluciones  menos democráticas, apremiados por el caos resultante.  

Lo perverso y demencial de lo que está ocurriendo en España, sobre todo en Cataluña y algunos lugares de Andalucía,  es que se está generando desorden con el fin de destruir al estado tal como lo conocemos, incluso por métodos violentos, erosionando la autoridad de los instrumentos de orden público, pretendiendo instaurar una utopía revolucionaria anarco-comunista en su lugar, y todo ello con el consentimiento, en unos casos tácito y en otros explícito, por parte de las autoridades, que se refugian tras una manifestada legitimidad democrática.

Ninguna sociedad, a la larga, puede soportar un desorden  de esas características, sobre todo si se perpetúa o generaliza: no se puede permitir que un grupo monopolice e imposibilite el ejercicio pacífico de nuestros derechos, que invada nuestras vidas con su violencia o interferencias ideológicas, por muy numeroso que sea,  tarde o temprano, surgirá una contramarea impuesta, con el beneplácito de una mayoría real de la población, que  suele ir al extremo contrario: es decir represión sin paliativos y   pérdida de libertades colectivas a cambio de tranquilidad y seguridad.

Si se quiere libertad, hay que respetar las leyes y las normas, y la autoridad debe ejercer su poder para reprimir y castigar sin complejos tales conductas.  Si se abstiene por simpatía, por complejos o por miedo, acabará siendo desplazada por alguien que no tendrá inconveniente en utilizar el poder que le confiere el estado y la ciudadanía, harta de tanto desorden, y entonces, desgraciadamente, tendremos que arrepentirnos por no haber exigido que el estado hubiera actuado a tiempo.   

   

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