Los padres se mueren y nunca es buen momento. Cuando lo hacen jóvenes dejan niños sin recuerdos ni héroes. Criaturas sin espejos con nostalgia de lo que nunca ocurrió. A veces se van y los hijos son adolescentes. Entonces, con suerte e inteligencia, éstos habrán tenido tiempo de aprehender lo fundamental. Algo, intangible y esquivo, que les irá guiando a pesar de estar llenos de penas y de pájaros oscuros. Somos lo que nuestros padres nos enseñaron cuando no querían enseñarnos nada. Los padres que fundaron familias como fortalezas inexpugnables criaron hijas que buscaran hombres valientes y que hablen el lenguaje de la ternura. Tuvieron hijos valientes que hablan el lenguaje de la ternura y anhelan mujeres entregadas que maternen el mundo.
También mueren los padres en nuestra mediana edad; la edad corriente, como la llamaba Ramón J. Sender. Y entonces nos abocan sin anestesia a la adultez, aunque cronológicamente lleváramos tiempo transitándola. Con ellos desaparece la defensa que se interponía entre nosotros y nuestra propia muerte. Nos dejan ante el abismo de ejercer de escudo de los que vienen detrás, sin red que amortigüe las caídas.
Nací bajo el signo de dos bisabuelas, por lo que he visto a septuagenarias dar sepultura a padres nonagenarios, algo que cada vez ocurrirá con menor frecuencia en nuestra sociedad. Y el óbito del padre siempre acontece a contrapelo. Incluso para adultos, casi ancianos, que, en una trágica y preciosa inversión de papeles cuidaban a un padre mermado por la senectud, lo de la «ley de vida» es una pamplina. La desaparición del progenitor siempre nos sitúa al borde del precipicio porque nos arrebata a la persona que velaba por nosotros aún cuando ya no podía velar por nosotros. El padre provecto, desprovisto de salud y de autonomía —quizá también de la capacidad de razonar o de entender el mundo— conserva su autoridad moral, aunque no tenga la disposición de ejercerla. Con él muere la tierra, el sustrato carnal y nuestra esencia espiritual. Sentimos la orfandad en las raíces y las alas. Quizá todo lo que deseamos en secreto es que el padre no muera hasta que haya podido sentirse orgulloso de nosotros.
Hace unos días recibí un correo de un sello editorial a cuyo boletín informativo estoy suscrita. Explicaban que, dada la proximidad del Día del Padre, habían habilitado la opción de dejar de recibir las comunicaciones que emitieran al respecto. «Sabemos que puede ser un momento difícil para algunas personas. Si es este tu caso, te enviamos un fuerte abrazo. Te damos la oportunidad de pausar los emails del Día del Padre».
Cuando pasamos del calendario juliano al gregoriano, desaparecieron de un plumazo diez días. El otoño de 1582 tuvo un agujero negro sin gozo ni dolor. Nadie nació el 14 de octubre de ese año. Tampoco les visitó la parca. No se celebró la vida ni se lloró la muerte. De hallarme en un duelo reciente, no contemplaría que la «sensibilidad» de una empresa me ofreciera manipular el calendario astronómico y mi biografía. No querría soslayar el luto sino ser como Jorge Manrique y gritar que Dio el alma a Quien se la dio / y dejonos harto consuelo su memoria. Incluso en las paternidades que son una promesa de aniquilación, que las hay, negar los hechos sólo conduce a la melancolía.
La muerte de quien más nos amó es devastadora, pero quien no consiente sufrir tampoco sabrá vivir. Decía Ignacio Peyró en su columna del fin de semana pasado que durante años creemos que la alegría está lejos de casa. «Hasta que el círculo se cierra y sabemos que no hay nada como un domingo en casa de tus padres». Con el mismo ánimo, recuerdo al escritor corfiota Albert Cohen en una cita que rechaza la idea de «pausar» el Día del Padre: «Hijos de padres aún vivos, no olvidéis que vuestros padres son mortales».