La derecha oficial es tan preternaturalmente estúpida, vive tan instalada, tan atornillada a un panorama político que sólo existe en su imaginación acomplejada, que es fácil pasar por alto que a la izquierda del régimen le pasa tres cuartos de lo mismo.
La izquierda ha muerto, como suele decirse, de éxito, pero no entiende que su victoria absoluta e indisputada es inevitablemente el principio de su derrota cultural. La izquierda icónica es revuelta y barricada, y pierde su sal en los despachos y entre alfombras. Nació como contestación, esa es su épica, pero es difícil contestar a un poder que ya detentan, aunque no dejan de intentarlo.
Esa inercia mental les lleva a pensar que, de algún modo, son algo así como la modernidad congelada, la definitiva, y que si ser rojo en la Transición era lo esperable entre unos jóvenes que se rebelaban contra la vulgata franquista, ese feliz estado de cosas habría de durar eternamente. Naturalmente, la rebeldía juvenil es contra la autoridad, y la autoridad son ellos.
En redes sociales se ha convertido casi en sección fija las lamentaciones de profesores progres lloriqueando sobre el facherío que avanza en sus aulas. Se expresan con una conmovedora perplejidad, preguntándose cómo es posible esta insurgencia adolescente si ellos no paran de aleccionar sobre las bondades inherentes del progresismo, sin darse cuenta de que se les está poniendo cara de profe carca del inmediato postfranquismo. No se les pasa por la cabeza que esos chicos, que con toda probabilidad tienen una idea muy nebulosa de lo que están defendiendo, actúan por reacción al agobiante Astete izquierdista, que les dice que son malvados por ser varones, o blancos, o heterosexuales y que les someten a tediosas sesiones maoístas de reeducación.
Leo en Eldiario.es de Nacho Escolar que el Ministerio de Juventud e Infancia está ultimando una norma para reducir la edad de voto a los 16 años, y en seguida me viene a la cabeza la máxima napoleónica según la cual no hay que distraer al enemigo cuando se está equivocando.
No soy, ni mucho menos, un defensor de la efebocracia. El nombre del Senado romano —y de su equivalente griego, la Gerusía— proceden de la misma raíz que «viejo», y otro tanto puede decirse de los sacerdotes con facultades plenas, llamados presbíteros. La idea del «gobierno de ancianos», con su larga experiencia vital y la mitigación de las pasiones, es muy antigua y universal, y un reaccionario se lo pensará muy mucho antes de quitarle la razón a instituciones inmemoriales.
Pero una cosa es la estructura y otra la coyuntura, y esta hay que aprovecharla. Según las encuestas más recientes, si en España hoy sólo votara la franja de votantes más joven, de 18 a 24 años, VOX sería el primer partido, con 136 escaños frente a la derechita oficial pepera, que obtendría unos míseros 54. Cuanto más jóvenes, más votan a la temible ultraderecha contra la que les alertan sus mayores. No considero ilegítimo suponer que en el tramo de edad al que ahora quien dar el derecho a voto la extrema izquierda, la situación será similar o incluso más extrema.
No se trata sólo del natural deseo de las nuevas generaciones de reivindicar su derecho a gobernar mediante la oposición al régimen existente. Se trata, sobre todo, de que el progresismo es un modelo fracasado y agotado, cuyos peores efectos serán los que hereden precisamente quienes hoy ocupan las aulas.
Basta un vistazo a los países que nos rodean para advertir ese mismo deseo de deshacerse del asfixiante nihilismo progresista. El auge de los partidos soberanistas, parias evidentes del sistema, debe mucho al voto juvenil, como puede comprobar cualquiera. Pero tampoco es un fenómeno exclusivamente político. Un nuevo estudio revela que el número de cristianos, especialmente católicos, en el Reino Unido está aumentando, impulsado principalmente por la generación Z y los jóvenes millennials. Si la tendencia persiste, los católicos podrían pronto superar en número a los anglicanos en el país por primera vez desde que el rey Enrique VIII fundó la Iglesia Anglicana en el siglo XVI.