Mi vida, como la de todos, se mueve entre dos actitudes: el recogimiento y la admiración. A mí nada me gustaría más que vivir en el justo medio aristotélico pero diariamente me veo cabalgando con los excesos, que eso es vivir. Es fundamentalmente una disyuntiva entre celebrar gozosamente las virtudes —trabajadas o heredadas— e ignorarlas con desdén como si la meritocracia no existiera. Como en toda disyuntiva, no hay un camino claro, porque desde que el hombre es hombre existe la duda. Si de una costilla de Adán salió Eva pienso yo que del bazo debió salir la duda. Sin embargo, si uno se propone saber en cuál de las dos actitudes está la virtud —¡bendito tesoro!— concluirá lo siguiente: en el recogimiento cuando se refiere a la vida propia; en la admiración cuando se refiere a la vida ajena. Me justifico.
Digo que en lo que nos es propio, en lo que nos concierne sólo a nosotros, la actitud virtuosa es casi siempre el recogimiento. En aquellos éxitos que son nuestros, sólo nuestros, enteramente nuestros, la virtud a practicar es el recogimiento porque nada más ejemplar que acallar la vanidad de vanidades que intentar florecer en nuestro interior, nada más meritorio que escuchar la voz de quien nos ama mejor que nosotros mientras recogemos el ruido que brota de lo festivo. El recogimiento no es silencio sino gozo afinado, pero también el silencio en la tierra podría ser festivo y virtuoso, si confiamos en Lc 15, 4-7. Yo trato de hacerlo. Y es ahí, en ese recogimiento que uno debe profesar sin pretenderlo, donde se encuentra la virtud; es ahí, en la callada pero gozosa celebración de nuestras victorias, en el anómalo asombro entre tantos errores nuestros, donde el hombre realiza plenamente su naturaleza. La de alegrarse por lo propio en la discreción de quien se sabe eslabón de una cadena superior.
Claro que la cosa cambia cuando no se trata de nosotros mismos. Nadie en su sano juicio puede alegrarse de las miserias ajenas o entristecerse de los gozos del prójimo, puesto que hasta en Auschwitz se escribió poesía y hasta el más tonto de todos nosotros tiene alma, por arrugada que sea. La virtud, en ese caso, se nos hace liviana y no es más que la sonrisa, que alegrarse por la alegría, gozarse en el gozo y admirar lo admirable. La virtud es la admiración ante los éxitos ajenos y me parece que nada habría de resultarnos más sencillo. Si existe una meritocracia, pese a mi enmienda a la totalidad, debe aplicarse en este punto: en merecer una admirada sonrisa frente a aquellos instantes lúcidos de los pecadores, como tú y yo, que nos rodean.
No obstante, no debemos engañarnos. Nuestro mundo está orientado a que el recogimiento y la admiración funcionen exactamente al revés: a que vitoreemos nuestros impúdicos éxitos al tiempo que nos sublevamos contra el gozo de los demás. La sociedad nos invita a felicitarnos inmodestamente mientras tratamos de eclipsar con vehemencia lo virtuoso que hay fuera de nosotros. Nos habla del yo al tiempo que nos invita a olvidar un nosotros y nos sube al escalafón en lo que en el fondo supone una bajada. También el Gólgota parecía estar arriba y Cristo vino a ser maestro de abajamientos.
De modo que, como hemos visto, la virtud reside en actuar de forma contraria a lo que nuestro tiempo propone; en actuar, en realidad, como lo hizo Cristo. Él, que realizó milagros silenciosos —¡los sigue haciendo!— y reivindicó la virtud de los demás, tan meritorios de la Gehena, está terminando con la disyuntiva entre el recogimiento y la admiración. Su apertura de brazos en la cruz no es más que un cerrarse al recogimiento, una suerte de kénosis ante el milagro, un pasar por la vida en silencio, un acompañar ignorante como en Emaús. De su discreta santidad no debemos aprender la flagelación propia ni tampoco la pontificación del extraño, no. Cristo vino a enseñarnos que ante nuestros escasos méritos (que nunca son del todo nuestros) la virtud implicará recogimiento. Y ante los aciertos de otros, el hombre debe admirarse. Por eso, aunque podríamos brindar —chin chin— ante esta columna tan brillante, yo procuro recogerme. No encuentro mayor alegría que celebrar, profundamente admirado, estas palabras que he tomado prestadas a mi buen amigo Dani de Fernando. Ahí está la virtud.