En ocasiones parece que viviéramos en una cámara de eco, encerrados en una barcaza higgins rumbo a la costa armoricana, donde un Bernard-Henri Lévy enloquecido pincha psicofonías de Churchill sin cesar (¡tendréis el deshonor y la guerra! ¡Si caemos, caemos todos juntos!…). Sé que me repito y pido disculpas por ello, pero es llamativo. La misma histeria que ayer señalaba al que no se sometía a la doxa covidiana, hoy apunta al que desea el fin de las hostilidades en el Este de Europa o al que no traga con el paquete completo de «la amenaza rusa». Una «amenaza», por cierto, que ya está sirviendo para insuflar algo más de vida a dos o tres zombies políticos, para explorar los límites del control social y que, presumiblemente, también servirá para que lluevan comisiones sobre un puñado de hijos de puta, como diría don Arturo. Gracias al cielo, para fiscalizar esto último tendremos al Ombudsman de la UE. En una organización democrática debe darse un voto de confianza a las instituciones. Ellos saben lo que se hacen.
Aquel hallazgo, un tanto cursi, que se popularizó hace escasas semanas sobre una Europa que no se sentaba en la mesa de negociaciones porque era el menú, no iba desencaminado. Sólo que en el menú no están incluidos los gauleiters de Estrasburgo y el café y el postre lo pagaremos aparte. «Nuestra defensa» es el reclamo de la pizarra en la puerta del bar. Una vez dentro, los sufridos europeos vamos a degustar el dirigismo o la intervención en lo relativo a nuestros ahorros, la degradación de los servicios públicos, el aumento de la deuda y el avance del federalismo. La implantación del euro digital va de propina porque, según ABC, es una idea brillante que nos va a liberar del sistema Visa y —esto lo digo yo— también es más ecológico que prender fuego a un Tesla.
Cinco años han pasado desde el comienzo de la pandemia y no hemos aprendido gran cosa. En su momento nadie la pió y el mismo consenso mediático existe hoy con todo lo que toca, de cerca o de lejos, al conflicto ruso-ucraniano. Poco se mueve en La Catedral (Curtis Yarvin) y las crónicas en la prensa generalista (con las dos excepciones de siempre en la sección de Opinión) parecen cartas plomadas, sin que esto extrañe lo más mínimo.
Luego están, claro, los que llevan el vicio al extremo y serviam todo lo que haga falta. La semana pasada leímos un artículo titulado La quinta columna firmado por nuestro own private BHL. Sin la camisa blanca de Charvet ni los mocasines Weston, en el medio que mejor representa «the comon jaus of spanish liberalisim», Fernando Savater trataba de «recua», entre otras cosas y en función de hacia dónde se escore uno políticamente, a los que rechazan la pretensión del rearme europeo, quieren abandonar la OTAN o no desean continuar una guerra cuyo fin empieza a vislumbrarse.
Sólo en el Diccionario General de la Lengua Española VOX, en su segunda acepción, «recua» se define como «grupo numeroso de personas o cosas que van o siguen unas detrás de otras». Supongo que los tiros irán por ahí. Estoy convencida que el autor de Ética para Amador, tan preocupado por los demás, no pretendía deshumanizar a nadie. La deshumanización recuerda a las horas más sombrías de «nuestra patria», Europa. Trae imágenes de botas de clavos desfilando sobre los Campos Elíseos y es una cosa de banderistas, aunque estamos a tres minutos de que la UE conceda el premio Carlomagno a título póstumo al bueno de Stepan. Desde luego, más barato saldrá que regar de millones la democracia siria de Al-Jolani.
Más que lo de «recua», es el concepto de quintacolumnismo lo que está calando. Ya forma parte del arsenal argumentativo del comentarista-cuñado, ese especímen que exige, a pie de artículo, la actuación de las FFCCSS contra los mentados por Savater. No sé con los patrios, pero con quien lo van a tener difícil va a ser con Jacques Attali. El padrino político de Macron, más espabilado que todos nuestros intelectuales orgánicos juntos, acaba de declarar en el programa Grand Jury que no estamos en guerra contra Rusia y que no hay que crear el acontecimiento cuando no existe. Incluso se atreve a explicar la parte de culpa europea y norteamericana en los hechos que nos ocupan y —¡blasfemia!— sostiene que, llegado el momento, Rusia debería formar parte de la UE.
Quintacolumnismo globalista hardcore.