«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.

Reflexiones impúdicas sobre el poder

1 de abril de 2023

El poder político es el bien más escaso que existe; más que el dinero. Además, los que mandan en un país tratan de enriquecerse con facilidad, bien de forma legal o tocando aldabas.

En la carrera por el dinero no es necesario que el ganador se alce sobre el perdedor. Ambos pueden beneficiarse de consuno. Como contraste, el juego por conseguir el poder es de los que se llaman de «suma cero». Es decir, el que triunfa lo hace a expensas del contrincante perdedor.

Los políticos se esmeran en su carrera por llegar al poder para mandar –gobernar–, normalmente por un resultado electoral, pero eso es solo un «rito de paso». El Gobierno es el altivo fastigio de un rascacielos con muchas plantas. Cabe un orden de mayor a menor altura sobre el terreno. Pero también apetecen diversas funciones de mando, dirección, gestión o influencia. Esto es, no sólo cuenta el orden que establecen los ascensores, sino el organigrama de la organización que ha tomado el poder.

Para mandar realmente, no es suficiente con ostentar un alto cargo. Hay que gozar de una especie de «sentimiento de la autoridad», el cual se deriva de una sensación previa y decisiva: la de que el puesto de mando es legítimo; no sólo por el origen, sino por el continuo ejercicio directivo. Es algo muy difícil de conseguir en su plenitud. Normalmente, las críticas que hacen los contribuyentes a los que mandan se nutren del escaso cumplimiento de la legitimidad de ejercicio. Por ejemplo, esa cualidad se empobrece cuando el despliegue del poder se ve alterado por la mefítica atmósfera de la corrupción. Por desgracia, se trata de una figura muy corriente, más de lo que indica la «investigación» de los tribunales de Justicia. Quiero decir, que la mayor parte de los actos de corrupción quedan impunes.

La corrupción política es un término poco preciso. No consiste sólo en alterar el destino de los dineros públicos para aprovecharse de ellos de forma particular. Eso es lo que se llama «malversación de caudales públicos». Por encima de la cual está la conducta de reforzar las ocasiones de privilegio que se adscriben, con naturalidad, a muchos altos cargos. En la España actual, un caso flagrante es el disfrute de los vehículos oficiales de alta gama para menesteres particulares. Se incluye, en todo su esplendor, el avión particular del presidente del Gobierno.

La forma más estomagante de corrupción es el abuso de la propaganda como medio para asegurarse la permanencia en las gradas del poder. Sobre este extremo, el actual Gobierno español ha alcanzado cotas nunca vistas, por lo descaradas. La propaganda sistemática infantiliza las relaciones de los que mandan con el pueblo. Bien es verdad que el «pueblo» es un término poco mencionado; en su lugar, aparecen las «clases medias trabajadoras». Nadie sabe dónde quedan las «clases bajas no trabajadoras».

Lo malo de la propaganda desquiciada es el derroche del dinero público. Lo peor es que muchos periodistas y comentaristas, más o menos independientes, acaben haciendo suyos los argumentos de tales «campañas» oficiales. Nótese la ambivalencia del término «campañas», entre bélico y comercial.

En la democracia española, un mal principio de la organización del Estado es que los partidos políticos, los sindicatos y las asociaciones empresariales reciben sistemáticas subvenciones públicas. Tales prácticas animan los casos realmente fraudulentos de corrupción. No digamos si la política de subvenciones se dirige también a la caterva de «chiringuitos» que se constituyen en vasallos o clientes de los Gobiernos de turno. Son un remedo ampliado del inveterado caciquismo.

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