«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Reinoso o la vigencia de los afrancesados

16 de mayo de 2023

Se estrenó don Dalmacio Negro con Ideas y no pudo ser mejor el asunto tratado: Menéndez Pelayo como despertador de la conciencia hispánica, una figura indiscutible aunque sepultada por los herederos de las obras y autores que él bien describió.

Valga el ejemplo del canónigo sevillano D. Félix José Reinoso, autor de Examen de los delitos de infidelidad a la patria imputados a los españoles bajo la dominación francesa (1816), que don Marcelino consideraba «el Alcorán de los afrancesados», «el mayor crimen literario de aquella bandería», obra cumbre del afrancesamiento en la que se justificaba la traición y se hacía «escarnio sacrílego del sentimiento de patria».

Son cientos de páginas dedicadas a justificar la rendición, que una nación, cuando ha sido abandonada por sus gobernantes, se avenga y someta dócil al látigo extranjero. Es una teoría, una política y hasta una poética del entreguismo al invasor. Sirvan estas líneas: «¿Qué patria es esa, que se solaza con las desgracias de sus habitantes? ¿Qué les exige su vida, porque no puede darles la felicidad? Madre interesada por sus hijos recibe de su fecundidad toda su gloria y opulencia. No, no es la patria una deidad feroz, cual aquella de los antiguos americanos, que se alimenta de sangre humana. La patria son los ciudadanos mismos: la patria no quiere la muerte, sino la conservación de los ciudadanos».

Entendiendo la patria como patria servil, su mirada a la historia española se convierte en una contrahistoria en la que los modelos son el antiheroísmo: «¡Desventurado suelo el de España, si esa obstinación de perecer se hubiera apoderado siempre de sus moradores! Pero los gritos desesperados del furor jamás podrán ahogar la voz maternal de la naturaleza y de la patria misma en el corazón de los hombres. Los ejemplos de Sagunto y de Numancia esparcieron en los otros pueblos no el esfuerzo, sino el terror; y a la ruina espantosa de la última se estremeció España, y cayó desalentada en el desmayo y la sumisión».

¿No elogia Reinoso, frente a la historia gloriosa de reconquistas y resistencias, la historia española de adaptaciones, sumisiones y acomodamientos? ¿No espeluzna —y a la vez libera— ver así nuestro pasado, como una historia de sometimientos? El ser y el durar de España serían prueba de nuestra capacidad para la sumisión: «¿Qué yugo más ignominioso entre cuantos ha sufrido España que el de los Sarracenos, odiados de nuestros padres sobre todos los conquistadores, por su torpeza, por su crueldad, por su religión? Sin embargo, los pueblos salteados por las bandas invencibles de los Aláraves cedían a su inevitable suerte y se entregaban a cambio de su conservación   a los bárbaros invasores. No solamente se les sometían, sino los cortejaban y obsequia ban los habitantes, para evitar sus malos tratamientos. Si en las irrupciones, que han sobre venido en la Península desde los Fenicios hasta los franceses; si en las luchas y disensiones internas entre sus príncipes y facciones, hubiese dominado el frenesí de no rendirse jamás al vencedor, los moradores todos del mundo, que sucesivamente se trasladaran a este país, hubieran fenecido, y despoblándose el universo. España vive, porque sus hijos supieron doblegarse al destino«.

Esta interpretación servil de la historia de España, tan cercana a la que se enseña hoy en día, sin orgullo ni patriotismo, tiene una explicación filosófica que la hace actualísima: el objetivo de una sociedad no es vivir libre, sino vivir bien, segura, tranquila. ¿No estaba aquí Reinoso describiendo al español de hoy? ¿No estaba Reinoso dando con la naturaleza española y su pasota servidumbre? Sirvan estas líneas memorables: «¿La causa que se defiende es del pueblo? Luego al pueblo toca señalar el modo y los límites de la defensa. ¿No es el pueblo dueño de sus derechos? Pues él puede sostenerlos o renunciar los a su elección; y los renunciará sin duda, si no tiene medios para defenderlos, o ve que la defensa ha de costarle más de lo que valga la victoria. Porque todos, aunque no examinen ni entiendan los principios de sus sentimientos, perciben, sin embargo, que el objeto del hombre en la sociedad no es vivir independiente, porque eso se lo tenía más bien en los bosques; sino vivir seguro. Para gozar de esta seguridad, ha renunciado su independencia, y cedido una parte de la libertad natural; y aunque esta parte cedida debe ser la menor posible, es necesario, no obstante, que sacrifique toda cuanta sea menester en las circunstancias, para conseguir el fin intentado de la seguridad, sin la cual no hay bien alguno verdadero. La independencia pues, que empezó desde luego a cederse en el acto supuesto de la asociación, es en el último conflicto la que debe sacrificarse a la seguridad, no al contrario, la seguridad a la independencia. En el sacrificio de esta se destruye la libertad; en el de la seguridad se destruye la existencia misma. Cuando el pueblo ve que, por su independencia, va a perecer, prefiere la seguridad y conservación. ¿Qué libertad se goza en el sepulcro?».

Este libro de Reinoso, ridiculizado por Menéndez Pelayo, es la biblia eterna de los afrancesados, serviles, anglosumisos, liberales, liberalios y acomodaticios varios que pululan en España y es tan importante que, buscando justificar a aquellos primeros afrancesados, describe a los actuales y, mucho más importante, la filosofía del pueblo español. Lo que parece un sofisma enrevesado para defender lo indefendible ha acabado siendo la idiosincrasia nuestra (¡somos el delirio cómico de los afrancesados! ¡Su cinismo hecho pueblo!). Somos la transvaloración afrancesada. Tratando de justificar lo injustificable (la entrega al enemigo), describe la España del futuro y le da filosofía al español actual. ¡Él triunfó, visionario! Reinoso debería ser estudiado en las escuelas y debería haber premios con su nombre —que ganarían los de siempre— porque su España es la España que se ha impuesto, la de las terracitas y el “otra de gambas“, la sierva de poderes extranjeros, humillada y feliz en la materialidad del vivir contento y seguro. Su filosofía es de un realismo hispánico absoluto y la vigencia de ese libro sorprende y conmociona.

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