«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

¿Restaurar la naturaleza? No, endiosar (más) al hombre

5 de marzo de 2024

No es ecologismo. Se vestirá como quiera y se pondrá los apellidos que mejor le aconseje el marketing, pero el reglamento de «restauración de la naturaleza» que abandera la Unión Europea es cualquier cosa menos «ecológico». Es verdad que las políticas «ambientales» del globalismo se rodean de retórica ecológica. La bandera de la protección de la naturaleza goza en nuestro tiempo de tantas adhesiones, que todos quieren enarbolarla. Pero quede claro que, en realidad, estamos ante una impostura. Esto no es ecologismo, al revés: es puro antropocentrismo. El ecologismo, por definición, busca un equilibrio entre la naturaleza y el hombre. La dicha «restauración», a la inversa, lleva al límite la soberbia del ser humano: reconstruir la naturaleza como un día «fue». O sea, suplantar al Creador. Seguimos en el mismo esquema mental que ve al hombre como dominador y a la naturaleza como sierva.

El pensamiento ecologista, por expresarlo de modo sumario, se basa en la convicción de que la naturaleza forma un sistema dotado de su propia armonía, regido por un cierto tipo de equilibrio entre sus componentes; un todo donde el hombre es una parte más. Ahora bien, resulta que el hombre es la única parte de la naturaleza que tiene conciencia de que ese todo existe, luego le corresponde jugar un papel protector, como un pastor con sus ovejas. Lo que en modo alguno puede atribuirse es un papel fundador o simplemente dominador, lo primero porque es mentira y lo segundo porque es un riesgo para la supervivencia del conjunto. Pero lo que proponen las políticas globalistas es precisamente eso: un ser humano que se ve a sí mismo como dominador hasta el punto de cambiar el clima, como si tuviéramos en la mano un termostato planetario, o como fundador, hasta el extremo de plantearse «restaurar» el mundo natural según los patrones que el propio ser humano ha concebido. ¿Y eso no es ver la naturaleza como si fuera una máquina, un objeto creado… por el hombre? Desde un punto de vista conceptual, no hay ninguna diferencia entre este tipo humano, dominador de los ciclos naturales, refundador de un orden natural que en realidad es producto de su pensamiento, y ese otro tipo humano que deseca mares o desforesta bosques para ponerlos al servicio del progreso. En ambos casos, el hombre no se ve a sí mismo como un elemento en equilibrio con su entorno natural, sino como el dueño de ese entorno. El hombre amo del mundo. El Prometeo que roba el fuego a los dioses. O, si se prefiere una referencia judeocristiana, el «seréis como dioses» que la serpiente instiló en el ánimo de Adán y Eva.

Decía Lynn White que la crisis ecológica del mundo técnico, es decir, del occidente moderno, tiene un origen religioso y descansa en la afirmación bíblica de que Dios creó el mundo para ponerlo al servicio del hombre. Esa relación de dominación se convirtió en tiranía a partir del momento en que Dios fue apartado enteramente del cosmos, como si lo divino fuera algo radicalmente ajeno a la materia, idea que se puede rastrear en Descartes (y por eso Marx y Engels consideraban a Descartes el primer materialista moderno). En un mundo visto así, la voluntad de poder del hombre queda libre de todo freno: él es el único amo, la única ley. Nada hay en la naturaleza que le obligue a cuidar, preservar, proteger… pastorear. Al contrario, en lugar del pastor aparece el matarife: nada impide sacrificar al rebaño. En nuestro tiempo el matarife se ha hecho más amable. No aparece con el cuchillo ensangrentado en la mano, sino con la jeringuilla del terapeuta que arreglará el clima o expulsará a los agricultores del campo para poner pantallas solares. Pero el individuo es el mismo: alguien que sigue viéndose a sí mismo como un dios y que considera la naturaleza como algo que está a su plena disposición. Ese dios un tanto hipócrita que anuncia su intención de «devolver» su caudal a los ríos mientras explota el genoma humano como si fuera una gigantesca gasolinera, según la descripción de Heidegger. Matarife o terapeuta, ese hombre sigue devorado por la misma hybris, el mismo pecado de desmesura que le lleva una y otra vez a romper el equilibrio.

¿Ecologismo globalista? No, para nada: antropocentrismo desatado. Un titán que sueña con moldear la naturaleza a su antojo. Lo que necesitamos es equilibrio o, por recuperar en otro contexto una fórmula del mismo Heidegger, «serenidad», pero ni serenidad ni equilibrio encontraremos en los arquitectos del nuevo orden global, esos Prometeos que hoy, como ayer, siguen soñando con ser como Dios.

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