Desde la caída de régimen del infame matrimonio Ceaușescu en la Navidad de 1989, la vida política de Rumanía ha venido dominada por la alternancia entre la izquierda, encarnada primero en el Frente de Salvación Nacional (FSN), y más tarde en el Partido Socialdemócrata (PSD), y la derecha, encarnada primero en la Convención Democrática de Rumanía (CDR) y más tarde en el Partido Nacional Liberal (PNL), con la minoría húngara cómodamente instalada en su pequeño pero decisivo nicho de electores, y pronta para actuar como factor de estabilización cuando fuera requerida. Es cierto que la convivencia entre ambas corrientes —la derechista más exitosa en las elecciones presidenciales, la izquierdista más favorecida en las parlamentarias— no siempre ha sido pacífica, y a menudo ha resultado altamente conflictiva. Pero no lo es menos que los prolongados periodos de cohabitation —al más puro estilo francés— entre presidentes liberales como Băsescu (2004-2014) y Iohannis (2014-2024) y Primeros Ministros socialistas han dejado tras de si un reguero de Großkoalitionen —al más puro estilo alemán— que desafía cualquier intento de llevar a cabo un análisis convencional.
Las consecuencias de este estado de cosas han sido múltiples. Algunas son tan sencillas de enunciar como difíciles de revertir: con un 32% de su población en riesgo de probreza o exclusión social, una previsión de crecimiento de apenas un 1,4%, una tasa de inflación del 5,5%, un déficit equivalente al 8% del PIB, y una deuda pública del 52% de esa cifra, Rumanía lleva décadas relegada a la posición de farolillo rojo de la economía europea. Al tiempo que el agujero negro de la corrupción —el 57% de rumanos se confiesan haberse visto personalmente afectados por esta lacra— se ha llevado por delante a jueces, políticos, y hasta gobiernos, habiendo trasladado las políticas anticorrupción al mismísimo centro de todos los debates políticos, y convirtiendo este fenómeno en la causa directa de las mayores movilizaciones (las del 2017) en la historia reciente del país. Por todos estos motivos, Rumanía ha acabado reproduciendo en las décadas transcurridas desde la recuperación de la democracia los mismos mismos patrones de inestabilidad gubernamental (nada menos que 19 Primeros ministros se han sucedido en el cargo en apenas 35 años, sin que ninguno de ellos haya llegado a repetir) que dominaron la escena política en el convulso periodo de entreguerras, y cuya consecuencia final es de todos conocida, sin que la solución de formar gobiernos multipartidistas (el actual de Ion-Marcel Ciolacu, reúne a socialistas y liberales) haya mejorado la situación.
Otras consecuencias, en cambio, precisan de un análisis más profundo. Una es la creciente incapacidad de los rumanos para poder distinguir el mensaje de fuerzas políticas que un día se atacan y al día siguiente se alían, y que comparten postura en no pocas de las cuestiones políticas más decisivas y divisorias. La otra, íntimamente relacionada con la anterior, es la profunda desafección de los rumanos hacia sus instituciones y los partidos que las sustentan, y hasta respecto del propio futuro del país, de la que dan buena cuenta —por un lado— los ínfimos porcentajes de participación electoral (inferior a un 32% en las elecciones parlamentarias de 2020) y, por otro, las brutales cifras de la emigración, que ha supuesto que los rumanos se hayan convertido en la comunidad foránea más numerosas de buena parte de España y la Europa Meridional.
A nadie debería sorprender que, a la postre, el mapa político del país haya acabado viéndose sacudido no por uno sino por dos espectaculares movimientos sísmicos, cuyo «balance de daños» está todavía por determinar. Uno es el que se produjo el pasado 24 de noviembre cuando, contra todo pronóstico, el candidato independiente Călin Georgescu se proclamó vencedor de la primera ronda de las elecciones presidenciales —eliminado el socialdemócrata Ciolacu, la segunda y definitiva ronda le enfrentará el día 8 a la liberal Elena Lasconi— y la otra, el pasado 1 de diciembre, cuando la Alianza para la Unidad de los Rumanos (AUR) de George Simion se colocó en la segunda posición en las elecciones al parlamento rumano, cuatro puntos por detras de los socialdemócratas y cinco por delante de los liberales.
Aunque la victoria final de Georgescu (Romania’s Trump, según la revista The American Spectator) esté lejos de ser segura, y el avance de Simion (líder de la sucursal rumana del Grupo ECR) sea claramente insuficiente para la formación de un gobierno diferente, y a pesar también de que uno y otros hayan desarrollado hasta la fecha estrategias separadas, la coincidencia en el tiempo de ambos fenónemos pone a Rumanía ante el espejo de la creciente desafección de buena parte de los rumanos hacia las agendas globalistas de los partidos tradicionales, y el creciente predicamento —sobre todo entre el campesinado, la clase trabajadora urbana, y la juventud— de quienes abogan por fortalecer las capacidades defensivas y diversificar las relaciones diplomáticas de Rumanía, aumentar el apoyo a los agricultores, promover la producción autónoma de energía y alimentos, reducir la dependencia de las importaciones y, en suma, de poner por delante de cualquier otra cosa los intereses de Rumanía y de los
rumanos. Y, con ello, el fracaso de los partidos tradicionales ante la emergencia de lideres carismáticos, de ideas claras, sólida trayectoria profesional e impacable biografía personal.
Habrá que estar atentos.