En un estrado en el que encontrábase estampado en la lengua de Sabino el lema «Euskadi gara, mundialak gara» («Somos Euskadi, somos mundiales»), Aitor Esteban Bravo se dirigió incoherentemente a los asistentes del Aberri Eguna con estas palabras en la lengua de Franco:
«El actual presidente del Euskadi Buru Batzar se apellida Esteban Bravo. No sé quién será el o la siguiente. Si se apellidará Agirregomezkorta, Martínez o García. O puede que Hassán, Guiop o Iriarte. O quizá Dupont, Popescu o Marinagarrementería. ¡Pero de lo que no tengo ninguna duda, absolutamente ninguna duda, es de que su única patria será Euskadi!»
Aplausos enfervorizados de los simpatizantes del partido fundado por aquél que proclamó la importancia esencial de los apellidos: «¡Cuántos maketos hay que no sólo han pasado por bizkaínos, sino que han figurado en el gobierno y administración de nuestra Patria! Y no obstante ¡aún hay necios que se ríen de la distinción que hacemos de los apellidos! El apellido es el sello de la raza: si un apellido es euskérico, euskeriano es el que lo lleva: si es maketo, maketo es su poseedor».
Pero lo de Esteban Bravo no es ninguna novedad. Hace unos veinte años saltó a los medios de comunicación la información de que una notable cantidad de batasunos se había convertido al islam. Aunque algunos se sorprendieron, la explicación es sencilla. Al ser España una nación de milenaria tradición cristiana —aunque ahora esté de moda despreciar esta obviedad—, forjada en la Edad Media en la lucha contra el islam, y al ser el cristianismo, como la propia España, cosa de fachas, ¿qué mejor que meterse musulmán para ser todavía menos español? El razonamiento puede parecer burdo, pero desengáñese, biempensante lector: así son los caminos por los que suele llegarse a las opiniones políticas.
Federico Krutwig, el influyente autor de «Vasconia, estudio dialéctico de una nacionalidad», texto canónico de ETA, habría disfrutado con la nueva perspectiva religiosa que se abre en tierra vasca. Porque en sus tiempos de principal ideólogo de la izquierda abertzale, ante la imposibilidad de elaborar un discurso serio sobre la no españolidad de los vascos, no le quedó otro remedio que lamentar que no hubiesen profesado alguna religión distinta de la de los españoles. Ahí al menos hubiese habido algún clavo al que agarrarse, al estilo del Ulster:
«La religión no separa, por desgracia para el pueblo vascón, a éste de sus vecinos. Hubiera sido una suerte, sin duda, para la nación vascona, que en algunas de las muchas diferencias religiosas que se han dado en la Historia, se hubiese afincado alguna de ellas en el pueblo vasco, bien sea que hubiesen continuado siendo paganos los vascos, que la creencia albigense hubiese tomado raíces o que el protestantismo hubiera arraigado en nuestra tierra».
Pero sesenta años después de la publicación de Vasconia, parece que hay quienes se muestran dispuestos a dar póstumamente la razón a Krutwig convirtiéndose a una religión lo más alejada posible de la tradición española —y vasca, claro, aunque no se hayan dado cuenta del detalle—. Además, los defensores de las esencias históricas, culturales y biológicas del pueblo vasco están encantados de que todas esas esencias vayan a desaparecer en breve bajo la marea inmigratoria. Porque esperar que los neovascos afroasiáticos vayan a tener por su patria a Euskadi demuestra que ni Aitor Esteban Bravo ni los demás hijos de Aitor han comprendido nada.
El PNV celebra el Aberri Eguna en recuerdo de aquel Domingo de Resurrección de 1882 en el que el fundador recibió la iluminación de labios de su hermano Luis. «¡Bendito día en que conocí a mi patria!», recordaría Sabino. Y desde 1932, año fundacional de la conmemoración, el último día de la Semana Santa simboliza para los peneuvistas la resurrección de la patria. Bueno, lo simbolizaba, porque hoy han cambiado la resurrección por la mutación.
Jaungoikoa eta lege xaria!