«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Sacerdotes santos

13 de marzo de 2015

He comprendido siempre mi vocación (ahora que se nos viene san José y el día del Seminario) como búsqueda de sentido. No que yo dé un sentido a mi vida en un momento determinado orientándola al ministerio sacerdotal; eso sería tanto como dar primacía a la autorrealización personal: no me van bien las cosas por un lado, me decanto por otro. No es eso. La vocación es primero receptividad, espera de un sentido que viene a mí, que me descoloca, entregándome un sentido a mi vida para seguirlo hasta el final: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros”. Acogiendo así lo imprevisto, desconcertado, descabalgado, abandonando mis propios ídolos (amenazantes todavía en momentos de flaqueza) sigo la senda que aquel que se presenta como “el Camino, la Verdad y la Vida” comienza a trazarme, al tiempo que desbarata cualquier programación personal.

A partir de ahora se impone algo esencial: Dios es la fuente de todo. No rechazo a nadie; tampoco dejo un tiempo o reservo unas horas del día para Él y me sumerjo por horas distintas en ocupaciones más frívolas o sesudas. No, tampoco es eso. A partir de ahora se me pide que cuanto vea, palpe, sienta, me remita a Él y que cuando me vuelva a Él en la oración y en la eucaristía me vuelva hacia aquellos que Él ha querido colocarme en mi camino, de modo singular a quienes más sufren.

Lo que sucede entonces es algo extraordinario. Al igual que aquellos incas que ejecutaban a sus víctimas metiéndoles en la boca oro fundido, Él introduce el oro de su vida luminosa que reventará el viejo odre del egoísmo y del orgullo. Ilumina con Su vida mi propia vida para llevarla a una libertad y plenitud mayor. Predicar el Evangelio se convierte así en un deber: “¡ay de mí, si no anuncio el Evangelio!”. Si no evangelizo, me condeno. No basta contentarse con el propio crecimiento, sino entregarse para dar fruto.

Pero, ¿quién ha dicho que las cosas sean fáciles? ¿No tendremos más bien garantizados el sufrimiento y la dificultad? ¿No seremos vistos como payasos, según sostiene Fabrice Hadjadj, en razón de la desproporción entre aquello de lo que hablamos y de lo que somos: nuestra boca demasiado pequeña para el infinito, nuestro corazón demasiado estrecho para el amor sin medida? ¿Quién soporta ya que el Evangelio sea anunciado por pervertidos, pedófilos, mezquinos bajo mitra y ebrios de poder, burgueses sin talla humana y menos intelectual, invertidos, inquisidores nostálgicos de mayor promoción humana pero sin ninguna relevancia y atractivo, malqueridos ocupando ciertos puestos por servil obediencia, por el dedo de otro o la simpatía del superior? ¿Quién querrá trabajar en la mies cuando el revestido de Cristo se percata que “el traje eclesiástico digno” le viene demasiado grande y que su indignidad es patente a los ojos del mundo, habiendo dimitido incluso de su ministerio sin descubrir que lo sustancial es ser generoso y olvidarse de la eficacia misma de su ministerio?

Pienso estos días, con más feroz tribulación que de ordinario, en la inmensa indiferencia religiosa. ¿Qué diferencia hay entre un bautizado de nuestros pueblos que se olvida de la práctica religiosa y el agnóstico que vive como si Dios no existiese? Podría estar adorando, pero he decidido mirar por la ventana de mi despacho para ver quién adora: nadie entra por la puerta de la Iglesia en un día de Exposición del Santísimo. Hemos sido enviados a bautizados que olvidaron su bautismo; a pueblos que prefieren el larvatus prodeo, la mística de la ocultación, como si fuese lo mismo la secularización que la santidad y nada ya nos hiciese distintos al lado del mundo; a indiferentes que no quieren escuchar porque ya creen saber cuanto necesitan; a idólatras que no encuentran pecado alguno en sus vidas y llevan el Nombre de Dios en vano, de manera ilusoria; a cristianos ocasionales, de algún domingo, que se han desembarazado de Dios y que nunca hablan de Él, arrastrando a los demás a la pasividad y la tibieza que sólo puede encontrar el vómito de Dios.

Pero no. Tampoco es eso. ¿Por qué habría de ser hoy más difícil escuchar la Palabra de Dios que en otros tiempos? No es tan difícil hablar de Dios cuando Él ya está en el alma: “parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro”, dice Teresa de Ávila en El castillo interior. Dios está aquí mismo. Toda odisea evangélica tiene una finalidad: llegar adonde se está. Es inútil, dirá Nietzsche, querer librarse de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática. La misma Marguerite Duras confiesa: “no creo en Dios, pero me paso todo el tiempo hablando de él”. La novedad del discurso de Pablo está en recordar lo que ya está llenando el corazón del hombre, y que ya está presente y es incluso adorado.

Hoy es el tiempo perfecto para evangelizar sin desanimarse. A Moisés no lo escucha el Faraón ni los hebreos. ¿Y qué? ¿Acaso esa contrariedad es un obstáculo o constituye más bien el marco del anuncio? ¿No somos enviados “como corderos en medio de lobos”? ¿Acaso no encontraremos nuestra fortaleza en la debilidad de la Cruz? ¿No fue Jesús un pobre mudo ensangrentado y flagelado? Dios ha querido hablar por medio de testigos para cooperar en su vida y en su obra. Somos la venida de Dios en medio de los hombres. La misma persecución, el odio o el martirio, se convierten en espacio del testimonio, en ley constitutiva de la Iglesia. ¿Preferimos el éxito o la verdad?

En realidad, nada hay tan importante como ser santos, sacerdotes santos, cristianos santos: la divinización es nuestra más profunda humanización. El Evangelio habla de una transformación del hombre, del encuentro con una Persona, de una divinización, del anuncio de la salvación que reclama una santificación, de la confirmación de la fe y del amor, dejando entrar en la vida de cada día la luz de una mirada divina. No existe ninguna otra nueva evangelización que no descanse en una mayor radicalidad de la vida bautismal, que no proponga la santidad, la fecundidad del ministerio por el servicio y el testimonio, por el amor a Dios y al prójimo, por el ser, con Cristo, palabra viviente y entregada al otro. Hace tiempo que fracasaron las ideologías del progreso, llevándonos a una conciencia más explícita de la finitud,  haciendo así más urgente la vuelta a un “humanismo integral” que sin desertar de lo humano esté dispuesto a dar la vida como la dio Él por nosotros. Se hace necesario, después de haber experimentado el amor y haberse encontrado con Cristo, entregarse a la misión. No nos pertenecemos. Lo fundamental es la misión recibida, vivir con gratitud, siendo conscientes de haber sido creados por la Palabra y en vistas a Cristo.

Veo pasar mujeres a la Iglesia (no es posible hablar bien de Dios si no quedamos convocados por la Cruz, fuera de la comunión visible); se adora, celebra y canta. El milagro de nuestra vida precaria nos lleva a la oración y alabanza. El bautizado se acerca, lo puedo ver por la ventana. Dios quiere hijos, no cumplidores de preceptos, ni clientes o abonados, ni obedientes a curas quizá más alejados de Dios que los propios fieles. Dios quiere nuestra respuesta agradecida de amor, después de habernos dejado alimentar y cribar por su Palabra.

No importa que seamos pocos los obreros de la mies. Ni siquiera bien recibidos. Importa ser santos en nuestro ministerio, seguir al Señor, abrirse cada mañana al misterio del Amor para amar con total seriedad a quienes Él nos confía. Entonces, el corazón se transforma: “Ya ves, Madre, como hago nuevas todas las cosas”.

 

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