«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Sacramentos y salvación temporal

18 de abril de 2016

“¡Dadnos ritos!”, gritaba el poeta checo Rainer María Rilke. El autor de Elegías a Duino trabajaba en la edificación de una sociedad cuyas obras manifestasen la belleza, visible a la mirada de Dios.

En el municipio malagueño de Rincón de la Victoria también quieren ritos, pero sin ninguna significación religiosa; su ayuntamiento ofrece en el mes de abril y mayo ceremonias cuya semántica no puede evitar el marco religioso, “comuniones civiles” con el fin de celebrar “el paso de la infancia a la pre-adolescencia”. “¿Y también van a hacer beatificaciones civiles o una fiesta por la pérdida de la virginidad”?, decía en voz alta y con socarronería el periodista Carlos Herrera en la cadena COPE.

Al parecer, en su génesis sólo hay un interés recaudatorio. El concejal de Hacienda, Antonio Moreno, de Ahora Rincón, revisando las tasas de las bodas civiles atisbó la posibilidad de obtener más recursos económicos por el justo y proporcionado precio de 60 euros más 22 por el concepto de reserva de fecha y hora. Como están previstas una decena de “comuniones” serán 820 euros los recaudados, si bien, como lamenta Francisco Salado, presidente del PP de Rincón de la Victoria, los vecinos esperan del ayuntamiento “algo más que la aprobación de bautizos y comuniones civiles”.

Pero quieren, sobre todo, “institucionalizar” este corpus grotesco y paródico de celebraciones. La intención, anunciada ya con la supresión del belén municipal, es una lucha política por la cultura, por el dominio del êthos de los pueblos. No se trata de darle a Dios un año sabático, como proponía Alexandre Koyré, o mandarlo al exilio, como piensa Manfred Frank, sino, como pedía Comte, de superar la idea de lo divino, un modo de pensamiento ideológico que busca imponer sus ideas como opinión común y cuyo punto álgido consistiría en una regeneración ab imis, desde lo profundo, del tejido social.

¿Es esta la incentivación que se pide al Estado para promover el bien común? Al regular este tipo de actos el Estado hace que se conviertan en ceremonias sociales. La institucionalización (la aprobación social, regulación jurídica y promoción estatal de los mismos) hace más probable su práctica por parte de un porcentaje amplio de personas. Mientras que es difícil mantener un estilo de vida privado a contracorriente de las convenciones sociales, las cosan cambias al asumir un carácter institucional, llegando incluso a la posibilidad de producir una nueva cultura y una nueva sociedad.

Si la experiencia confirma que la religión es un elemento decisivo de toda cultura, lo que religa, y la cultura es la forma de la sociedad, es necesario el predominio y el influjo del cristianismo en la misma sociedad si no queremos que acabe de influir también en el individuo y se altere sustancialmente la imagen del hombre y la naturaleza de la cultura. Los síntomas se han hecho evidentes adoptando la forma del laicismo radical.

No es baladí el relato secular. Lo que tenemos es que se está sustituyendo el mito secular de salvación por el cristianismo, y este mythos sucesor puede triunfar en gran medida porque imita a su predecesor. Si la Iglesia acepta quedar reducida al ámbito privado, carecerá de los medios disciplinares para resistirse al re-ligare del Estado, a sus prácticas sociales.

Julien Freund intuyó el problema de la religión secular, donde se unifican secularización y politización. Por una parte, decía, “lo que ha favorecido la secularización es la oposición de la Iglesia a confundir la salvación religiosa y la salvación política”. Por otra, “asistimos a un movimiento inverso al de la secularización, al ensayar la política asumir los servicios y las misiones que estaban reservadas de manera específica a la religión”. La soteriología del estado moderno es incomprensible sin pensar que es de la Iglesia de lo primero que quiere salvarnos el estado moderno.

La religión de la política sería una forma de sacralizar la política, asumiendo después de su autonomía institucional una dimensión propiamente religiosa, un cierto carácter de sacralidad, hasta el punto de reivindicar para sí la prerrogativa de definir el significado y el fin fundamental de la existencia humana para el individuo y la colectividad. Se trataría de modificar la naturaleza humana poniendo en su lugar la cultura moderna, la lucha contra la cultura eclesiástica y su sustitución por ideas culturales autónomamente engendradas cuya validez sería consecuencia de su fuerza persuasiva, de su capacidad de impresionar. El gran movimiento religioso de los tiempos modernos se desarrollará fuera de las iglesias y fuera de la teología. ¿Podrá evitar lo natural la cultura de la religión secular? Parece que no, si pensamos que no somos criaturas “culturales” más que “naturales”, sino seres culturales en virtud de una naturaleza, como sentenció Eagleton.

Con Hobbes comenzó la politización o secularización con la primacía otorgada a lo civil sobre lo eclesiástico, a la política sobre la religión. Hobbes hizo del poder humano el único medio de salvación en este mundo. Desde entonces, la política pretende asumir las funciones de la religión, pero con la mira puesta en el futuro, no en la eternidad. La religión tradicional será sólo un asunto individual. El hombre deberá salvarse en este mundo por sus propias fuerzas mediante la política. Como ha mostrado John Milbanck, la política moderna se fundamenta en la sustitución voluntarista de una teología de la participación por una teología de la voluntad. El reconocimiento de nuestra participación de unos en otros, debida a nuestra creación a imagen de Dios, es sustituido por el reconocimiento del otro como portador de derechos individuales que sólo sirven para separar lo mío de lo tuyo.

En su brillante ensayo Imaginación teo-política, William Cavanaugh deconstruye el mito del estado secular. La teoría política moderna, supuestamente secular y neutra, es una teología enmascarada, que hace del estado moderno un estado salvador, en el lugar de la Iglesia. Tomar conciencia del carácter mimético y herético de esta soteriología es ya comenzar a reimaginar el espacio y el tiempo desde una perspectiva auténticamente teológica.

Hemos creado un hombre artificial, libre de cualquier enraizamiento, sin sexo, sin historia ni convicciones. Ese ser artificial es objeto de una mirada sociológica, también neutra, independiente de toda creencia. Sin embargo, este individuo posee derechos y una voluntad libre, es libre en el sentido de una concepción negativa de la libertad, para que no se le impida ser libre y no libre para obrar en función de un fin. Partiendo de estas premisas, el orden social sólo puede ser artificial: el individuo abstracto establece contratos con otros individuos abstractos sobre un fondo de conflictos entre intereses individuales. La libertad, al perder su fundamento teológico y teleológico, se convierte en una libertad sin objeto, libertad para la futilidad; la igualdad degenera sin una base para el bien común; la fraternidad es corroída por el egoísmo de cada uno.

Lo más curioso es que el mundo eclesiástico aprueba cada vez más esta orientación que no puede tener otra consecuencia que desorientar la fe. Freund tenía razón: el mundo eclesiástico no es ajeno al auge de la religión secular; por lo menos en la medida en que ha abandonado su propio modo de pensamiento. Por eso, más que la vaciedad formal del mercado de consumo, donde cada uno espera del Estado realizar sus propios deseos personales, debería preocuparnos que los sacramentos puedan ser irrelevantes para el mundo real de los problemas sociales, o incluso que la liturgia de la Iglesia se convierta en un “espectáculo”, como denunciaba recientemente el Cardenal Robert Sarah, que proponía en las Primeras comuniones “echar a los fotógrafos del altar para encontrar la verdadera liturgia”, lamentando los abusos y deformaciones que experimentan hoy los sacramentos.

Frente a una ontología nihilista, los cristianos adoran al único Dios verdadero que crea todo en un acto de donación pacífica con el deseo de un intercambio con Él y de sus criaturas entre ellas. Las cosas temporales no se conocen verdaderamente más que cuando se reciben como dones y se ofrecen en contrapartida como alabanza a Dios.

Sólo la liturgia sitúa al ser en esa dinámica del don, porque el ser del hombre es esencialmente litúrgico. La Eucaristía es el corazón de la verdadera religio, una práctica que nos liga al Cuerpo de Cristo, que es nuestra salvación. La Eucaristía desactiva la “teología” de la voluntad y del derecho, una moral basada en derechos separados de su ejercicio de finalidad. Necesitamos un intercambio de dones, no un mercado de bienes sobre el que proyectar nuestras propias ficciones. Necesitamos, como suplicaba Rilke, reencontrar el sentimiento de que nuestro trabajo y nuestra vida colectiva sólo pueden encontrar su cumplimiento en una ofrenda litúrgica a Dios. Sólo por la liturgia el hombre y la sociedad tienen una experiencia de la participación en Dios que rompe la monotonía de la vida secular. Cualquier otra ceremonia alternativa sólo buscará, como lo hace el liberalismo, la creación de un mundo meramente humano, un mundo que después de domesticar y más tarde rechazar el mundo cristiano, lo desintegra y sustituye. 

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