«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

«Salvemos la cultura»

6 de febrero de 2025

En un par de días será la gala de los Goya y a mí me ha dado por recordar cómo hace un lustro un puñado de actrices y actores organizaba nada menos que un «apagón cultural», que usted, querido lector, a lo mejor pasó por alto porque por entonces estaba con esa fruslería de la pandemia. Lo inaudito del momento elegido, mientras morían centenares de personas y millones perdían sus empleos para un tiempo o para siempre, contribuyó sin duda a la ridiculez de los resultados. No sólo fue un acto inane por ser virtual —debe de haber pocas cosas tan necesariamente presenciales como una huelga—; también resultó ser el primer caso conocido de harakiri sindical de la historia: nunca se lo había montado un colectivo para hacer algo que demostrase su irrelevancia, que es más bien lo opuesto a lo que una huelga aspira.

Sirvió igualmente la patochada, de la que algunos comediantes cabales se desmarcaron, para constatar una vez más lo lucrativo que resulta prostituir las palabras, y que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua —ariete de la opresión, según me cuentan— sigue siendo ese gran desconocido. Cultura, dice el DRAE, es «cultivo», o «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico» o «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etcétera». Por lo tanto, en sentido lato, un paseo por el campo es tan «cultura» como una película de Almodóvar o un soneto de Shakespeare, y lo mismo puede decirse de una investigación sobre el coronavirus. Y por eso, entre otras cosas, no podemos llamar «mundo de la cultura» a quienes en realidad no son más que un lobby de una variante entre otras de entretenimiento. Merece mucho la pena recordarlo cada vez que vuelven a la carga con su «qué hay de lo mío».

Estamos ante un caso flagrante de apropiación indebida. No es un desliz, para entendernos, sino un indisimulado intento de arroparse con el prestigioso manto de la cultura para así colocarse los primeros en la fila de los mendicantes del Estado. Y eso que representan exclusivamente y en parte al sector audiovisual, y como mucho el teatro, y por lo general y para más ombliguismo, sólo al gremio de los actores. Visto lo visto, no consta que este humilde ensayista y traductor y profesor que les habla sea cultura ni tenga derecho a una huelga que, por lo demás, no tendría forma de llevar a cabo (autónomo que es uno).

Dejando a un lado la ciencia, o la gastronomía y los hoteles rurales (que son cultura e iban por entonces dramáticamente a la deriva), hay que decir que la cultura en sentido reducido sigue existiendo y es incluso gratuita en nuestro tiempo. Hay un acervo inmenso (conciertos, óperas, películas, balés, pinturas, textos) que es accesible en internet, aunque sea en una modalidad disminuida, y luego están las bibliotecas públicas, que son un tesoro inmenso. Decía Thomas Carlyle que una universidad es una buena biblioteca. Por supuesto, hay que seguir creando belleza, pensamiento y sentimiento, pero eso se hace incluso cuando no se cobra, y es absurdo sostener que la creatividad no sobrevivirá al parón de los subsidios.

«En cuanto oigo la palabra cultura —decía Sánchez Ferlosio— extiendo un cheque en blanco al portador». Si hay una cultura que no hay que salvar, sino aprovechar la tesitura para apuntillarla, es la de las subvenciones. Si escribo algo que no esté al nivel, con visos de no atraer lectores, nadie publica mi libro. Caminar por ese alambre es el sino de los verdaderos artistas, malos o buenos. Ningún creador verdadero ha necesitado muletas para demostrar su talento; y hoy existen, además, multitud de canales para llevar proyectos creativos a buen puerto. Si hay competencia desleal en el cine de otros países como Francia o como Estados Unidos, que según parece tiene un magistral plan ideológico para dominarnos a los europeos con el látigo de Hollywood, bastaría con gravar con aranceles esas producciones, para que no gozasen de ventajas comparativas frente a las nuestras (con lo cual ingresaríamos, en vez de dilapidar nuestros escasos fondos). Personalmente me enfrento, como los agentes culturales cinematográficos de este país, contra esa clase de gigantes, pero en el fondo no son gigantes, sino molinos de viento.

La cultura, en definitiva, no hay por qué salvarla, pues desde luego no está amenazada en todas sus partes y existirá mientras existamos nosotros. Lo que sí podríamos hacer —dónde sí merecería la pena que pusiésemos más dinero— es invertir en elevar ese «juicio crítico» al que se refiere el DRAE. Puesto que solo la buena ciencia, la buena música, el buen cine, la buena industria y la buena comida nos nutren, ¿qué urge más que instruir a la ciudadanía para que identifique y se goce en lo bueno? Hace tiempo que hemos rebajado la palabra «cultura», y así es como han acabado en el mismo cajón Mozart y Melendi. Basta preguntar en la concejalía de cultura más cercana para corroborar este camelo. Este espinoso asunto, el de la degradación del gusto, bien vale una buena huelga, japonesa para más señas: que nos atiborremos de cintas de Wilder, poemas de Góngora y conferencias de premios Nóbel de medicina para mantenernos a salvo de los sucedáneos paupérrimos.

Es un asunto espinoso, éste de la degradación del gusto. Servidor, como el replicante Roy Batty en Blade Runner, ha visto cosas que no creería usted etiquetadas como «cultura europea» como coartada para la subvención de turno. Ya sé, de gustibus non est disputandum. Pero que quienes tantos bodrios producen —junto a grandes obras, justo es reconocerlo— pretendan ser los garantes de nuestra salud espiritual y democrática, habiendo bibliotecas, la red de redes y restauradores, científicos y músicos, produce sonrojo.

Suerte y salud para el sector audiovisual de este país, que tantos buenos momentos nos ha deparado. Gloria a los grandes actores y directores, a Antonio de la Torre, a Bárbara Lennie, a Alejandro Amenábar y a tantos. Pero nada de mentar el Armagedón de la cultura porque el IVA sea el diez o el veintiuno por ciento y menos pedir limosna como si fuera entretenerse fuera más importante que las demás cosas; ojalá este año nos ahorren el bochorno. Como dice el viejo refrán —los refranes también son cultura—, a otro perro con ese hueso.

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