Durante la guerra en el Pacífico contra el Imperio del Japón, los norteamericanos montaron una serie de bases y aeródromos en islas de la Melanesia cuyos habitantes, al margen de la civilización, nunca habían visto antes a un hombre blanco.
Vieron aquellos aborígenes llegar gigantescos pájaros de metal de los que salían hombres pálidos extrañamente vestidos que construían estructuras incomprensibles y, para congraciarse con los nativos, repartían entre ellos alimentos y medicinas. Debían de ser dioses. Así que cuando se fueron, tan inesperadamente como habían llegado, muchos de los habitantes esperaron su regreso, y para propiciarlo construyeron con madera y palmas toscas réplicas de aviones, radares, torres de control y pistas de aterrizaje. Nacieron así los llamados ‘cargo cults’, ‘sectas del cargamento’, algunas de las cuales sobreviven hasta hoy.
La «lógica» de estos adeptos se basa en la magia simpática, es decir, en la creencia de que actuando sobre las apariencias asociadas a una cosa o persona se actúa también sobre esta. Y si su aplicación en el Pacífico puede tentarnos a un sentimiento de superioridad, lo cierto es que sigue perfectamente vigente en las sociedades avanzadas de los orgullosos hijos de la Ilustración.
El silogismo bajo el que vive la actividad política de Occidente desde la posguerra mundial es el siguiente: el fascismo es lo peor; los fascistas apelaban a la patria y se envolvían en la bandera; luego hay que aborrecer a la patria y sentir aversión hacia las enseñas patrióticas.
Otrosí, el régimen de Mussolini fue notoriamente alabado en su día porque había logrado que en un país hasta entonces con fama de caótico las cosas funcionaran. Con el fascismo, se decía, los trenes llegan a su hora. Luego que los trenes tarden horas sin cuento en llegar a su destino y que el país entero se quede sin electricidad casi una jornada completa debe de ser la apoteosis de la democracia y la libertad.
Esta asociación supersticiosa y absurda no es privativa de nuestro país. Durante la oleada de violencia, destrucción, incendio y pillaje que azotó una veintena de ciudades norteamericanas tras la muerte de un delincuente negro a manos de la policía, tuve ocasión de leer repetidos comentarios en el sentido de que este deplorable caos era «el precio que hay que pagar por tener una democracia».
El argumento es absurdo. No hay razón alguna para que un gobierno que cuenta con el respaldo explícito del pueblo no pueda ser tanto o más contundente contra el crimen, la corrupción o la incompetencia que cualquier dictadura. Pero funcionar, funciona.
Y Sánchez, ese genio, se ha lanzado a un triple salto mortal con tirabuzón dando un paso más en ese abuso de la magia simpática. La incompetencia más catastrófica, la tercermundialización a marchas forzadas de nuestro país, no es meramente un «precio», un sacrificio que hemos de soportar para conservar esta «democracia que nos hemos dado»: es un regalo.
Todos hemos oído o leído testimonios conmovedores de contribuyentes agradecidos por el apagón porque habían podido apartarse al fin de esa cadena que es el móvil, renunciando a sus pompas y sus redes sociales, y abrir con asombro un libro, de modo similar a como muchos celebraban el encierro del covid que les permitía redescubrir la vida en familia. Descartada queda implícitamente la posibilidad de apagar el diabólico dispositivo para entregarse a actividades más enriquecedoras: el ciudadano es un niño sin voluntad y el gobierno, en su aparente incompetencia, actúa con el amor severo de un padre que te quita las chuches hasta después de cenar.
No nos han llegado aún testimonios de pasajeros que quizá encontraron el amor en la larga espera ferroviaria o entablaron amistades imperecederas, pero todo se andará.
Mientras, el gobierno nos deja medio año con la intriga de qué pudo pasar para que todo un país del Primer Mundo quedara diez horas a oscuras, que las cosas de palacio van despacio y el amor es paciente. Y en cuanto a los trenes, es un claro sabotaje de la extrema derecha, se ha sugerido sin necesidad. ¿Dónde estaba, exactamente, Santiago Abascal el día de autos?
¿Robo de cobre? Pachi López desestima la idea con un gesto de desprecio burlón. ¿Cuánto se podría sacar por ese material? ¿5.000 euros? Ningún socialista madrugaría por recoger esa minucia abandonada en su portal.