«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

Santiago y cierra, España

23 de julio de 2024

«Cierra» quiere decir acomete, ataca, en el vocabulario militar tradicional: señala el movimiento de cerrar la distancia con el enemigo, es decir, pasar al cuerpo a cuerpo. Nadie sabe cuándo empezó a usarse ese lema como grito de batalla. Antes del siglo XVI, con toda seguridad. Después, a medida que España se empequeñecía, la crítica progre (porque, sí, siempre ha habido una crítica progre) empezó a interpretar «cierra» en el sentido de cercar, sellar, tapar, aislar, y el vetusto grito guerrero empezó a entenderse como un deseo de aislar a España del resto del mundo. La interpretación de «cierra, España», con coma, como «cerrar España», sin ella, obedece a un error fruto de la escasa cultura, como tantos otros de la paleoizquierda española. Por ejemplo, el supuesto color morado del pendón de Castilla, que en realidad era un carmesí que, descolorido por el paso del tiempo, el inculto progre del XIX tomó por morado, y como tal color pasó a la franja inferior de la bandera de la II República y, hoy, a las banderolas de la ultraizquierda.

Señalo todo esto para hacer ver el altísimo grado de artificialidad que hay en la imaginería de nuestra izquierda, una imaginería que entre otras víctimas se ha cobrado al propio Santiago Apóstol, cuya festividad se ha reducido cada vez más a una celebración local gallega y su camino, la ruta de la peregrinación jacobea, a un acontecimiento con tintes deportivos y anaquel fijo en las tiendas Decathlon. El hecho de que sea una distorsión artificial, en todo caso, no le quita eficacia, y por eso nunca es superfluo el ejercicio de recordar el auténtico sentido de las cosas. Por ejemplo, el auténtico sentido de la festividad de Santiago.

La tradición cristiana dice que el apóstol Santiago el Mayor fue el que, después de la Resurrección de Jesús, vino a predicar a la España romana. Entre otras vicisitudes, a la altura de Zaragoza se le apareció la Virgen María sobre una columna de jaspe, y por eso se conmemora la fiesta del Pilar en la capital aragonesa (y en toda España). Después de su predicación, Santiago volvió a Judea y fue apresado y ejecutado por orden del rey Herodes Agripa: le cortaron la cabeza. Sus discípulos —sigue la tradición— trajeron su cuerpo a España y le dieron sepultura en Compostela. Allí se redescubrió la tumba, mucho tiempo después, a principios del siglo IX, reinando en Oviedo Alfonso II el Casto. Ocurrió que un ermitaño llamado Pelayo (Paio) vio extrañas luces y escuchó dulces voces sobre el paraje boscoso de Libredón, las siguió, terminó encontrando un cementerio y allí, en un arca, los restos del apóstol. Cuando la noticia llegó a la corte de Oviedo, el rey Alfonso corrió a ver el prodigio. La crítica historiográfica —no necesariamente progre, en este caso— siempre ha discutido que esos restos fueran realmente los de Santiago. Es una objeción razonable. Pero nos consta que en la España de la época se rendía devoción a Santiago desde mucho tiempo antes, porque nos lo cuenta el venerable san Beda (siglos VII-VIII) y porque el himno O Dei verbum, dedicado a Santiago y atribuido a Beato de Liébana, es de finales del siglo VIII. La aparición del sepulcro cayó, pues, en tierra abonada. Compostela se convirtió en faro de la cristiandad. Las peregrinaciones comenzaron muy poco después. Hasta hoy.

Como la Cristiandad de la época estaba en guerra contra un enemigo existencial que quería aniquilarla —el islam, en efecto—, la figura de Santiago revistió bien pronto características militares. Aquí entra el ciclo tradicional de la batalla de Clavijo, que seguramente es la transformación legendaria de las batallas de Albelda, en La Rioja, a mediados del siglo IX, y después el nacimiento de la Orden de Santiago (año 1170), una de las cuatro grandes órdenes militares españolas que perdura hasta hoy. Así la figura del Apóstol terminó fundiéndose con la trayectoria política y militar española en los siglos siguientes. En los campos de batalla de Europa, los soldados de los tercios invocaban a Santiago (y cierra, España). Al mismo tiempo, en América, nacían Santiago de Cuba (1515), Santiago de los Caballeros en la actual República Dominicana (en la misma fecha), Santiago de Chile en 1541, Santiago del Estero en Argentina (1550) y un largo etcétera. Que se llaman así, todas ellas, porque las levantaron españoles a mayor gloria del apóstol que yace en Compostela. Un siglo después, en 1656, Velázquez se retrataba a sí mismo en Las meninas con una cruz de Santiago en el pecho: ser caballero de su Orden era el mayor honor que se le podía conceder a un español. 

Cuento todas estas cosas, que sin duda usted ya sabe, porque hoy no las cuenta nadie. Los jóvenes españoles crecen pensando —los que piensan— que Santiago es un parkour chill que ha montado la Xunta para ganar dinero y salir en los telediarios. Pero no. Santiago, festividad el 25 de julio, es la solemnidad nacional por antonomasia desde mucho antes de que existiera eso que se llama «nación moderna». Santiago somos todos. Es una de las columnas vertebrales de nuestra identidad colectiva.

Así que Santiago y cierra, España. Con coma.

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