Estaba el transistor en el cajón de las cosas en desuso, junto al primer Nokia que tuvimos, un par de cintas de cassette y un viejo reloj. Por supuesto, con las pilas gastadas. Pero en ese rincón de objetos jubilados por los smartphones y el mp3 seguía latiendo la utilidad que conserva todo lo objetivamente bueno. Todo aquello que un día nos hizo la vida más fácil.
El apagón eléctrico del lunes, además de evidenciar el apagón neuronal de sus culpables, hizo que la radio volviese a ser la reina de los hogares. Como cuando poníamos a Héctor del Mar a todo trapo narrando los goles del Buitre. Como aquellas tardes de Elena Francis o de Encarna Sánchez, cuyas voces se escuchaban en los patios de los bloques, enterándose todo el mundo. «Niño, bájate al chino a por un paquete de pilas para el transistor, que nos enteremos de lo que ha pasado…» Porque, sí, antes de las redes sociales, era así como uno se enteraba de lo que acababa de ocurrir.
Algunos pasamos de estar en casa oyendo la radio, a trabajar en ella; de ir con el transistor en la mano, a ponernos delante del micrófono cada mañana. Y allí, por ejemplo, en la vieja Radio InterContinental, contamos cómo explotaron las mochilas bomba de Atocha en 2004, tan temprano que no sabíamos si aquello era real o aún estábamos soñando. Ese día supimos que, cuando ocurre algo grave, cuando el mundo se empeña en darte un susto de muerte, la gente pone la radio porque necesita saber. Porque nada asusta tanto como no saber qué está pasando.
El pasado lunes, había conductores con el coche parado en doble fila, con las puertas abiertas, para que los viandantes escuchasen en la radio qué demonios era eso de que se había ido la luz. «Pero entonces, ¿es en toda España?» «Dicen que también en Francia y Portugal…» Y los primeros cantamañanas diciendo tonterías, claro. Porque esa es la otra cara (terrible) de la radio: la cantidad de opinadores que no saben de lo que hablan.
Pero lo que tiene este medio (por eso es inmortal, y por eso el vídeo nunca podrá matar a la estrella de la radio, por mucho que se empeñen The Buggles) es que un sencillo transistor, con dos pilas de 1,5 v. cada una, acaban con la soledad de una persona. «Yo enciendo la radio por la mañana, en la cocina, mientras desayuno, y me siento acompañada», nos decían siempre señoras que habían enviudado y que tenían en el transistor su única compañía diaria. La voz que siempre estaba a su lado, de día y de noche.
El lunes, mientras Sánchez pensaba a quién echar la culpa de todo aquello y Beatriz Corredor ideaba la manera de seguir en su puesto (y no perder el medio millón de euros anual que tiene de «sueldo»), los españoles volvieron a buscar su emisora favorita. «Pues dicen que ha podido ser un ciberataque…» «Yo eso no me lo creo». Dos señores que ya no cumplirán los ochenta, y que jamás han vivido nada parecido, comentaban «la jugada» mientras compartían un transistor del tamaño de un mechero caminando por la calle. «Lo de este Gobierno es una vergüenza…» «Yo no les vuelvo a votar».
Por esa octogenaria que no pudo bajar a por el pan y una caja de leche, porque vive en un sexto y el ascensor no funcionaba. Por el dueño de esa tienda que tuvo que quedarse sentado en la puerta hasta la medianoche, porque el cierre no funcionaba sin luz. Por los usuarios de respiradores artificiales, que volvieron a nacer porque Dios les echó una mano con las baterías. Por tantas personas con deterioro cognitivo, con alzhéimer, que pasaron un miedo terrorífico durante horas, solas y sin entender por qué no se encendía el televisor, igual que siempre.
Por todos ellos, gracias, millones de gracias, señora radio.