«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El sentido de la justicia

14 de agosto de 2015

Asistimos en estos días a una serie de hechos que soliviantan el alma. Situaciones inexplicables que generan dudas acerca de la deriva que toma nuestra existencia, rociada con el aderezo del relativismo. El ser humano no está preparado para según qué trances y sin embargo se acostumbra y claudica. Seguramente por el entorno que lo rodea. Por los usos adquiridos. Por la necesidad de reconciliarse con su especie. Sea como fuere desde tiempo inmemorial concibió una forma de convivencia, que de tanto en tanto se tambalea debido a conductas cainitas. Nos manifiestan los legisladores que la justicia no se ha de administrar en caliente, en nombre de lo políticamente correcto y desde la postura de no ser el ofendido, pero no es menos cierto que solamente el agraviado puede calibrar el nivel de justicia requerido para vengar el ultraje, el suyo. Nos enseñan que la víctima queda al margen de la medida disciplinaria o del carácter punitivo de la pena en su caso. Sin embargo no es menos cierto que es quien recibe la vejación aquel con más derecho a reclamar cómo y cuánto.

Respecto del conjunto de ciudadanos la injusticia se manifiesta generalmente en un contrapunto perverso, materializado en una posición predominante frente a otra oprimida. La primera no ha de ser mayoritaria, generalmente no lo es, del mismo modo que la segunda no ha de ser minoritaria, aunque son los más casos: grupúsculo predominante frente a mayoría oprimida. Con esta premisa, ¿cómo es posible que se den situaciones injustas que, atentando contra una gran masa social, terminen por imponerse? A todos nos vienen ejemplos a la cabeza de circunstancias de este tipo. Miedo, cobardía, comodidad por “derechos” adquiridos que no se desean perder, el manido “siempre se puede estar peor”…posturas que en modo alguno pueden ser criticadas por aquellos que jamás se vieron en situaciones similares. No obstante lo anterior, sí se deben ensalzar las conductas que llevan a engrandecer a quien las promueve con su ejemplo, del mismo modo que se empequeñecen todos aquellos que rechazan el legado que se les ofrece para hacerlas propias, con su vivencia permanente en forma de transmisión consuetudinaria.

Apelando a lo histórico y utilizando el retrovisor temporal nos encontraremos con un hecho importante, de los más importantes de nuestra cronología como nación y de compromiso con la justicia si atendemos a sus consecuencias, que sentó los cimientos de la forma de vida que disfrutamos hoy basado en la civilización occidental (si es que realmente existe otra), que en modo alguno puede desvincularse del cristianismo, ya no como opción religiosa, que también, sino como verdadero componente fundamental de nuestra civilización.

Corría el año 610 de nuestra era cuando Mahoma recibía en forma de revelación el mensaje de Allah por intercesión del arcángel Gabriel. El encargo fue posteriormente condensado en el Corán y transmitido con afán invasor y de sometimiento; Mahoma y su libro sagrado así lo sugerían incentivando ya por aquel entonces la yihad. De este modo se produjo, merced a la desorganización de las distintas tribus que poblaban los países de Oriente medio y el Norte de África, la incursión del islam en el mundo.

El asentamiento musulmán en España se llevó a cabo a un ritmo vertiginoso y en apenas 15 años, desde el 711, ya se habían conquistado las ciudades más importantes de la entonces Hispania. La media luna se imponía a la cruz. Las trifulcas domésticas de los clanes godos y la hospitalidad de los judíos, cuya relación con aquellos no era especialmente buena, facilitaron mucho las cosas a los bereberes.

Muy probablemente no fuera un sentimiento religioso, ni siquiera la necesidad del afianzamiento como nación, pues no existía un concepto jurídico-político como el que conocemos hoy. Fue, sin duda, el sentimiento de justicia de no doblegarse al pago de impuestos de un invasor exterior a cambio de un fingido bienestar, o negarse a un mestizaje de sangre personalizado en miembros de su propia familia, lo que movió a don Pelayo a levantarse contra los moros. Ni siquiera los consejos envenenados de un arzobispo traidor, hicieron a este noble astur cejar en su empeño de defender su posición y la de aquellos que creyeron en él, demostrando en este caso que una minoría sí pudo neutralizar la osadía de quien se creyó con la superioridad de aniquilar al resto, engrandeciendo así el sentido de la justicia.

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