«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Seriedad

7 de abril de 2023

El humor es saludable: exorciza nuestros miedos. Al dar forma artística a su dimensión terapéutica, los griegos inventaron la comedia. La comedia no denigra a sus personajes, sino que los hace comparecer desde un ángulo amable, suavizando el rigor de los conflictos a los que se enfrentan. Pero el humor ostenta también una vertiente corrosiva, desmitificadora. De ahí que tradicionalmente haya sido la herramienta utilizada por el pueblo para ridiculizar a los poderosos y situarlos a la misma altura que el resto de los mortales. Hubo casos en que la opresión de todo un sistema o el carisma de algún líder omnipotente quedaron en entredicho mediante la popularización de un epíteto mordaz. Un epíteto que, dependiendo del momento histórico, podía costarle la vida a quien colaborase en su propagación.

Humor y poder se situaban así en una suerte de antagonismo que en el pasado dotaba a las sociedades de un equilibrio característico. Ese equilibrio, sin embargo, se ha pervertido hoy. El poder ha incorporado el humor como un atributo propio. Incapaz por el momento de prohibir la ironía o penalizar el sarcasmo (pese a seguir intentándolo a través de la instrumentalización del delito de odio), ha dirigido su insaciable afán invasivo hacia el hecho de poner de su parte el variado arsenal de lo jocoso. Lo que tenemos por tanto es un panorama mediático colonizado por una tropa de chistosos cuyo ingenio no tiene otra razón de ser que rendir pleitesía al régimen. Se produce así un contrasentido, pues la ideología dominante –la socialdemocracia en este caso- se apropia de la única arma de la que el pueblo disponía para frenar sus excesos. Y dado que la política lo impregna todo, los efectos de esta apropiación alcanzan el tuétano de una sociedad que vive intoxicada por una especie de gas de la risa, disolvente del sentido común, que convierte en sospechoso a cualquiera que, ante la gravedad de la situación, adopte un tono mínimamente sombrío.

En fechas recientes, Hughes diseccionaba aquí el fenómeno. «Cualquier oposición –escribía- parte del ponerse serio, y denunciar la gravedad de las cosas obliga a una seriedad que resulta imposible. Es como si no hubiese lugar, ni disposición, ni se admitiera la más mínima circunspección. La seriedad es extrema, desagradable, anticonsenso». Sí, la seriedad es impopular ahora. Se sitúa en el extremo opuesto a esa comicidad ideologizada que los bufones del régimen explotan tan rentablemente. Lo cómico sirve para apuntalar a un poder que, a la vez que nos anuncia catástrofes climáticas y apocalipsis heteropatriarcales, también sabe echar mano de una vena de presunta distensión que en realidad oculta el propósito -de inconfundible inspiración totalitaria- de humillar al disidente. 

Queda pues en manos de nuestros gobernantes decidir qué es lo serio (el elenco de sus causas ideológicas) y qué no lo es (el ambiente general en que debe discurrir la vida del individuo desde su nacimiento hasta su muerte). Esta determinación del clima social es plenamente distópica, porque rara vez obedece a la naturaleza real de los hechos, sino a la conveniencia táctica de quienes manejan los resortes de la propaganda. Son ellos los que nos dictan no tanto las opiniones que debemos adoptar acerca de determinados asuntos, como la disposición anímica –el humor, en terminología clínica- que debemos asumir ante ellos. La risa se despoja entonces de todo sesgo subversivo y queda como marca que refrenda nuestra sumisión a un aparato de dominio que, además de imponernos sus ideas, determina la pauta de nuestros estados de ánimo y se instala de ese modo en lo más profundo de las conciencias. 

Este artículo aparece publicado en Viernes Santo. Es el día de la seriedad suprema. El día de la muerte de Dios. Incluso desde la perspectiva de un mundo secularizado, resultaría casi imposible no sentirse interpelado por la gravedad del acontecimiento que se conmemora. Para el cristiano supone el enfrentamiento con el misterio de la Cruz. Para el no creyente -como recordaba George Steiner al final de uno de sus ensayos – implica el dolor por la injusticia interminable y por «el brutal enigma del fin que tan ampliamente constituye no sólo la dimensión histórica de la condición humana, sino la estructura cotidiana de nuestras vidas personales». Pero ese depósito de significado, inconmensurable, se diluye en medio de una sociedad infectada por el virus narcotizante de la risa y el permanente jolgorio de un carnaval subvencionado. Llegados a este punto, se diría que lo de menos es que nos encaminemos hacia el abismo. Lo que importa es hacerlo entre el estruendo de las carcajadas que nos arranca un coro de comicastros.

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