Tal y como estaba previsto, la sesión constitutiva de la XV Legislatura ofreció un espectáculo esperpéntico. Desde los bancos del hemiciclo se pudieron escuchar todo tipo de juramentos y promesas pronunciadas en varias lenguas españolas que se pretende sean de uso corriente a partir de ahora en el Congreso. Si algunos prometieron por repúblicas y exiliados inexistentes, Íñigo Errejón llegó a hacerlo nada menos que «por la soberanía popular, i la fraternitat entre els pobles, por la justicia social y la Tierra». En boca del madrileño, el guiño al catalanismo ante el que se abisma casi todo el espectro político español quedó eclipsado por su anhelo cósmico, pues, ¿por qué no darle una escala planetaria al deseo de justicia social manifestado por el becario absentista de la Universidad de Málaga?
La valleinclanesca sesión estuvo presidida por Francina Armengol, que de este modo pasa de servir al catalanismo desde Baleares a hacerlo desde la mismísima sede de la soberanía nacional en la que se desempeñan muchos de los que trabajan denodadamente por destruirla, fingiendo, a menudo, haberla liquidado. Paralelamente al desarrollo del sainete congresual, en los medios alineados con el proceso de desmantelamiento nacional coordinado por el PSOE, los propagandistas trabajaban para ofrecer argumentos a favor de que en la Carrera de los Jerónimos se usen las lenguas cooficiales. Los razonamientos empleados son los habituales. Arguyen los opinadores que se trata de lenguas propias, como si el español, al que llaman castellano buscando su confinamiento regional y su equiparación con las cooficiales, normalizadas en laboratorios, no fuera, desde hace siglos y de una manera —sépalo Errejón— popular, un idioma propio. Frente a esta nada inocente ni filológica ofensiva, pues no se trata del idioma sino de la integridad de la nación española, muchos oponen argumentos meramente económicos: un Congreso dotado de traductores y pinganillos supone un dispendio innecesario. Y, en efecto, lo es, pues todos los que ocupan un escaño hablan y entienden perfectamente la lengua de Cervantes, a pesar de que el mundo oficial dominado por los socios de Sánchez haga todo lo posible por arrinconarla.
El problema, sin embargo, excede con mucho la cuestión contable. Desde hace más de medio siglo, las sectas secesionistas, insertas en una estrategia de más amplia escala, trabajan para que las regiones en las que operan se conviertan en naciones que, coyunturalmente, podrían formar parte de una confederación ibérica, antesala de su integración en la Europa que protege a Puigdemont. Para ello, además de eliminar, en lo posible, la lengua común, han de fortalecerse excluyentes señas de identidad: tradiciones locales elevadas a la condición de nacionales, literatos convertidos en plumíferas luminarias, deportistas devenidos en desarmados soldados. A esta estrategia sirve Sánchez, a quien se le pide una amnistía que supone la asunción negrolegendaria de que España, tal y como señalara hace más de un siglo un funcionario del Estado español llamado Julián Juderías, constituiría, «desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas».