«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Sí, efectivamente, es un golpe en desarrollo

15 de noviembre de 2023

Será un momento que recordemos, percibimos que algo había cambiado. En el uso de la palabra, Abascal denunciaba la situación cuando Francina Armengol, la presidenta del Congreso, le interrumpió. «Pido que retire las palabras de golpe de Estado». Se lo ofreció, y en todo caso no serían registradas. No era una simple triquiñuela, no era una anécdota, y así lo tuvo que sentir Abascal. La libertad de expresión de un diputado también queda limitada.

En ese momento se estaba denunciando un golpe de Estado. No era un asunto menor. Abascal estaba haciendo lo que que Feijoo, minutos antes, había decidido no hacer. Y es vital que comprendamos la diferencia.

Feijoo tuvo mucho cuidado en decir y subrayar que estábamos ante un «procedimiento de investidura constitucional» y ante una «mayoría legítima», y criticaba un «fraude», no un golpe. El fraude a los ciudadanos consistente en haber pactado algo no prometido.

Ese vicio corresponde, en palabras de Abascal, al «Sánchez del gobierno ilegítimo» de la última legislatura. El de esta sería un «gobierno ilegal».

Abascal explicó la diferencia. «Este Parlamento no puede someter al poder judicial, ni puede consagrar la desigualdad entre españoles, ni puede ser cámara constituyente, ni puede atentar contra la unidad de la nación…» y de resultas lanzó su particular «yo acuso». Estamos ante una subversión del orden constitucional y la preparación de un golpe, con el agravante de hacerse, para colmo, con los enemigos declarados de la patria. «Un golpe disfrazado con ropajes de legalidad».

Por la mañana, al escuchar el discurso de Sánchez (sobre el que no sería prudente en términos de espacio y paciencia entretenerse) cualquiera sensible a la situación pudo haber apreciado, junto al cinismo luciferino, asomos de una retórica frentista, totalitaria e incivil. Pero luego, al contestarle Feijoo, esa inquietud que quedaba en el cuerpo parecía desmentida. Todo quedaba de alguna forma normalizado, reducida su crítica a criterios morales o de oportunidad dentro de los cauces de una aparente normalidad institucional. El efecto de Feijoo era suavizador, moderador, le quitaba sirenas de excepcionalidad a la situación. Por eso el discurso de Abascal fue un discurso en soledad. En una inmensa y millonaria soledad.

La única utilidad de las intervenciones de Feijoo, a su modo brillante, fue ayudar a revelar, en su condición de víctima propiciatoria, la naturaleza de Sánchez, que apareció en su risa cruel, nerviosa, demorada durante un tiempo inquietante.

Esa risa, de la que hacía partícipe a su grupo y a su «coalición», lo que Abascal llamó, y así debería quedar, «mayoría golpista», esa risa era en sí misma improcedente. No era parlamentaria, no era comedida, no era respetuosa. Era ya la risa de un tiranuelo, de un patócrata al desnudo, y como tal resultaba indecorosa, aunque el decoro, faltar al decoro parlamentario, fuera lo que precisamente esgrimiera Armengol para interrumpir a Abascal.

Que estamos ante un golpe de Estado no lo quiso decir Feijoo, y no lo dicen los medios dominados por el gobierno que son directa o indirectamente casi todos. Si no se dice fuera, en lo que quiere ser un simulacro de opinión pública, y no puede ser dicho ni registrado en el Congreso, el gobierno y sus muchos brazos no sólo están dando un golpe, están impidiendo que se diga, que se exprese, que se sepa. Negando la realidad. Volviéndonos locos además de siervos humillados.

Patxi López, traidor a la memoria de los asesinados por ETA y por tanto persona con la indignidad ya acreditada (Sánchez se rodea de los mejores), intervino al acabar Abascal para señalar «un discurso de odio que no debería permitirse». Denunciar el golpe, nombrarlo, pasa a ser odio también, ofensa y obscenidad irregistrable. Tabú.

Cuando Armengol terminaba de dar solemnidad al atropello, nadie de Vox quedaba ya. Se habían marchado. La sesión siguió, y la cámara quedó como lo que es: la cámara de un autogolpe, vaciada de legitimidad, a la que una oposición rendida le sirve de pretexto y disimulo.

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