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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La sombra de Carrero

25 de noviembre de 2013

El solsticio de invierno, de Ricardo Muñoz Fajardo (Sepha), es una novela costumbrista que sigue las andanzas de El Botijo y otros policías de homicidios y de la Brigada Político-Social que, en los días del tardofranquismo, pisan los talones a masones, violetas, rojos y asesinos en serie por un Madrid cuyas calles aún pisa Carrero Blanco, donde se lee El Caso y está a punto de sacarse del baúl de los recuerdos el garrote vil. Aún funcionan Sepu, Almacenes Arias, Consulado… En sus páginas, me he reencontrado con el Hombre de la Gabardina, a quien sólo los etarras Argala y Ezkerra vieran cara a cara y quizá fuera ese mercenario norteamericano que, según Joseph Finder, fue el verdadero ejecutor de Carrero. Como en ella se cambió tanto de camisa y chaqueta, la Transición fue pródiga en prendas de vestir y figuras fantasmales de esa onda. Otro famoso Hombre de la Gabardina fue el de los disparos y el muerto en la cumbre carlista de Montejurra, cuya foto todavía hoy siguen publicando con regularidad los periódicos. La lectura de la novela me ha transportado, en fin, a lejanas tardes de viernes, cuando, tras salir del colegio y cumplir con la puntual visita a Reyna, la tienda de modelismo de la calle Desengaño, mi abuela me llevaba a merendar tortitas a la cafetería de la última planta de Galerías Preciados de Callao, joya todavía de la corona de Ruiz Mateos. 

 

Además de por asomar el morro en esta novela, el Hombre de la Gabardina –asimismo conocido a ratos como el Hombre del Traje Gris– ha vuelto también a la actualidad de la mano de Manuel Cerdán en su Matar a Carrero. La conspiración (Plaza y Janés). Aquel misterioso individuo, que facilitó al comando etarra la información esencial para eliminar al almirante, era, en cambio y a tenor de las informaciones recolectadas por Cerdán, un político liberal-conservador español, conocido de Eva Forest –nombre de guerra: La Bruja– y relacionado con los servicios secretos del PNV, sucursal a su vez de la CIA.

 

Curiosamente, la otra tarde, durante una comida en Casa Patas, y sin que nadie lo esperara, planeó sobre los manteles el fantasma de Carrero. A la mesa tomábamos asiento Isabel y Martín Guerrero, Antonio Benamargo, Alfredo Grimaldos y Jesús Méndez, el cantaor jerezano, sobrino de La Paquera, que unas horas después inauguraría con sonado éxito los recitales de cante de la Sala García Lorca. En ese almuerzo, en el que me incliné por fabada de primero y ragú de segundo, coincidí por primera vez desde hacía mucho con Grimaldos. Primo del gran púgil Folledo, él mismo boxeador amateur cuyos dedos delatan que sigue haciendo guantes con el saco todos los días, nos habló maravillas del arroz caldoso con gambón servido en un figón de la calle Ledesma. Autor de un libro sobre la historia de las actividades de la CIA en España, salió a relucir –claro– el de Cerdán, de quien ha sido compañero en bastantes investigaciones. De hecho, sólo un rato después Alfredo tenía cita para entrevistar a un general en el retiro que, en los días del atentado contra Carrero, era uno de los hombres clave en el equipo del coronel San Martín.

 

Comentamos, pues no podía ser de otro modo, esa extraña impunidad –de que notoriamente se hace eco Cerdán y que sorprendía a los propios etarras– con que la banda actuó en Madrid durante meses, excavando un túnel a cuatro pasos de la embajada americana. El libro da fe, en efecto, de cómo varias veces fueron sus integrantes detectados –y hasta identificados– por distintos agentes de policía, que invariablemente recibieron “órdenes de arriba” de no interferir en el asunto.

 

Pasaron semanas encontrándose a la luz del día con infinidad de gente fichada y vigilada, cometiendo errores de bulto y violando de continuo los más elementales protocolos de seguridad. Argala incluso asistía a presentaciones y estrenos con Alfonso Sastre. Unos días antes del crimen, tanto los asesinos como la víctima vieron en un cine de la Gran Vía –ironías del Destino– la misma película: Chacal.

 

Yo era sólo un niño y, consumado el magnicidio, recuerdo cómo pronto se supo que uno de los refugios de los criminales había estado en una tienda al pie de mi colegio, el de los agustinos de Padre Damián, donde hasta fue perpetrado un atraco sin que el incidente deparara el menor traspié a sus inquilinos, que la habían alquilado con nombres falsos. Y, ¿por qué horas antes del atentado la CIA avisó con precipitación a Kissinger de que debía abandonar Madrid y bajo ningún concepto pernoctar en la ciudad?

 

En fin: como no me llegan órdenes de arriba en sentido contrario, permítanme recomendarles la novela de Muñoz Fajardo y el ensayo de Cerdán y solidarizarme con el espíritu del segundo sobre la necesidad de ir eliminando de la reciente historia de España esas páginas en blanco que tornan en exceso inverosímil su lectura.

 

*Joaquín Albaicín es escritor.

 

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