«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Ilicitana. Columnista en La Gaceta y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La Gaceta y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Son las 5, París te vigila

30 de julio de 2024

Valérie Pécresse, la Cuca Gamarra hexagonal, ha pensado muy fuerte en Vladimir Putin como el responsable último de los ataques que ha sufrido hace unos días la red ferroviaria francesa. Con respecto de este asunto, Florian Philippot, líder del partido de Los Patriotas, dijo que no tendrían el cuajo de recurrir a la narrativa putiniana. Pues aquí lo han hecho. Nuestra prensa adulta y centrada se ha tirado a la piscina y valora más la hipótesis rusa que la del «ecoterrorismo». Para el liberal de ración, la culpa de todo lo que ocurre siempre es de Putin, del populismo o de lo polarizado que está el ambiente (algo que les polariza mazo); de la misma manera que para su detestado primo woke, todos los males tienen su origen en una especie de fascismo estructural. 

No seré yo quien trate de conspiranoica a Pécresse, pero la prudencia aconseja esperar. En cualquier caso, de ser saboteadores estipendiados por Moscú quienes han atacado instalaciones de la SNCF, la sabiduría popular vecina suele decir eso de «c’est de bonne guerre». Tú me mandas, extraoficialmente, tropas a Ucrania —los famosos «mil tíos» de Macron, que ya serán diez mil— y yo te los intento devolver en cajas y te boicoteo la red ferroviaria el día antes de que inaugures los Juegos Olímpicos. Unos Juegos que, conociendo el espíritu de esa fascinante ciudad a la que todo «emmerde» y «fait chier», no han debido ser acogidos con el mayor de los entusiasmos por parte sus habitantes. De momento, ya hemos disfrutado de una ceremonia de inauguración a imagen de la macronía, forma sublimada de ese liberalismo-libertario que apasiona a nuestros plumillas.

Dicho esto, no es descartable que la alargada sombra de Putin también esté detrás de los camareros de la brasserie Lipp, restaurante que recomendaba el diario ABC hace unos días. Cuando al pobre turista, ajeno a los códigos de ciertos establecimientos míticos del barrio de Saint Germain, le escondan en una esquina de la planta superior y le fulminen con la mirada por haberse atrevido a pedir una Coca-Cola («Pas de soda ici, monsieur!») se acordará de los métodos del FSB y de Juan Pedro Quiñonero. Enfrente, en el Flore, la clavada por tomar un cortado en terraza rodeado de americanas es una experiencia iliberal que ni siquiera la visión de un filósofo remedia. Tampoco la de los guapos del barrio, si es que todavía queda alguno, de los que Carla Bruni glosaba la «gracia anglosajona del porte» y la «exquisita ambigüedad» (protoEscassis) hace veinte años. 

El encanto de París radica en saber encajar el desencanto. No por nada existe un síndrome con su nombre que afecta, sobre todo, a viajeros japoneses incapaces de asumir que las expectativas que se habían hecho de la ciudad no tienen nada que ver con la realidad. Paname no acoge, Paname se merece. Estos días, transformada en Colditz, amurallada intra muros y llena de policía a la que sólo se encomienda escanear códigos QR en vez de vigilar, ¡qué sé yo!, infraestructuras ferroviarias, el síndrome debe andar haciendo estragos.

Los que, seguro, no han tocado un solo cable de la SNCF son los menas gabachos («Hé mademoiselle!»). Allí les llaman «racaille», palabra que es mejor no traducir para que nadie pida las sales en la redacción del ABC o en la cofradía del catolicismo kitsch. Todo lo que rodea las estaciones de tren atrae a extraños personajes. La suerte que tenemos en España es que nuestros menas son educadísimos. Los recibe el PP en el Congreso y les regalan un ejemplar de la Constitución que luego ponen encima de la mesita de noche. Todos vienen aquí a hacer cursos de cocina o a ser jefes de sala en un restaurante de Dabiz Muñoz. Sólo les falta poner negronis para que la felicidad sea completa. Pero discúlpenme, que esto es harina de otro costal. Volviendo a París, hoy, Jacques Dutronc, viejo canalla, «Delfín de la Place Dauphine», ya no cantaría aquello de «Il est 5 heures, Paris s’éveille». Hoy, a la misma hora, París te «surveille».

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