Occidente parece haberse convertido en un festival de series de catástrofes de Netflix, donde se empalma una de apocalipsis climático con otra de peste mundial, seguida de una tercera de guerra atómica, aunque, como sucede tan a menudo con las series, el primer capítulo promete mucho y la trama va languideciendo a medida que se suceden los capítulos.
La diferencia está en que, si en los guiones del pasado aparecía invariablemente el gobierno mintiendo para no alarmar a la población, ahora la alarma es el punto, la razón de ser de todo el invento. Y el problema es la creciente legión de destripadores decididos a contarnos el decepcionante final, que es humo y espejos.
Los mismos gobernantes que nos tratan como a niños tontos a los que no se deja usar tijeras, no se vayan a cortar, y nos exigen que entreguemos nuestra libertad personal en sus brazos amorosos, nos están diciendo ahora que compremos un kit de supervivencia, que es como decirnos que allá nos apañemos si las cosas se ponen de color hormiga, que con ellos no vamos a contar, al menos durante 72 horas.
Todo es ya demasiado estúpido hasta para quien, como el Mulder de Expediente X, ansía creer, y en las redes sociales pululan demasiados amantes del spoiler. Peor aún, se han colado en estas plácidas democracias que nos hemos dado partidos que rompen la partida, partidos que parten el consenso y que ponen muy nerviosa a una élite determinada a aplicar lo que Chesterton llamaba «la última ideología»: la de los poderosos decididos a pasárselo bien.
Por eso Ursula decía en Davos que la mayor amenaza de nuestro tiempo no es la guerra o el cambio climático, peligros de trampantojo, sino la libertad de expresión, bajo la etiqueta de bulos, fake news y discursos de odio.
Por eso amenazan con una mano con entrar a saco en X y, con la otra, anulan elecciones en Rumanía o fatigan códigos y reglamentos para ilegalizar el partido más votado y con más militantes de Francia, corazón de Europa. O, como en el caso de Alternativa para Alemania, les mandan a los espías a pinchar los teléfonos de sus dirigentes y preparan en el Bundestag mociones para su ilegalización.
La democracia, que ha sido tanto tiempo la coartada de las élites, se ha vuelto un engorro y amenaza con estropearles el formidable negocio, el saqueo generalizado de nuestra riqueza, y la libertad, otra palabra fetiche de los tantas veces citados «valores europeos», ha habido que desconstruirla para que signifique lo contrario.
Pero Europa ya no cuenta gran cosa. Económica, geopolítica y demográficamente se ha convertido en algo casi insignificante, aunque en Bruselas sigan hablando como si acabaran de salir del Congreso de Viena. Estados Unidos, ese gigante que nos ha dejado tanto tiempo seguir soñando que aún pintamos, nos ha despertado de golpe con un discurso del vicepresidente J.D. Vance.