Oswald miró su reloj. Eran las doce y veintinueve. Inspiró hondo tres veces, exhaló todo el aire, volvió a inspirar y aguantó la respiración. Luego, clavó su ojo derecho en la mira telescópica del fusil carcano, sacó el dedo del gatillo, lo movió hacia atrás y vacío despacio los pulmones susurrando “bang”. Con el rabillo del ojo, Oswald vio las motos de la Policía que precedían al Lincoln del presidente. El pequeño conejo, como le apodaron en los marines, sonrió para sus adentros, tiró de la palanca del cerrojo y musitó: “Vamos allá”.
A las doce y media en punto, Oswald movió el dedo índice hasta el gatillo y apretó con suavidad. La bala pegó en el árbol y desvió la trayectoria. Oswald no esperó. Volvió a tirar del cerrojo y apuntó deprisa. El neorlandés clavó la vista en la espalda del presidente Kennedy que se recortaba treinta metros por delante de la boca del fusil, volvió a poner el dedo en el gatillo y justo entonces todo se detuvo.
Oswald, sobrecogido por un silencio inesperado y absoluto, escuchó los latidos de su propio corazón. El tirador, estupefacto, intentó apretar el gatillo, pero ni la fuerza de mil hombres hubiera podido mover aquella palanca congelada en el tiempo. Oswald apartó el fusil, sacó medio cuerpo fuera de la ventana y vio que el mundo entero estaba quieto: las hojas de los árboles, los gritos de la multitud, el viento, las banderas de la Plaza Dealey, el Lincoln descapotable, la mano del presidente dominando su flequillo…
Oswald volvió a meterse dentro junto en el momento en el que una voz grave lo llamaba por su nombre: “Lee Harvey”. El tirador se estremeció al ver a un hombre vestido de negro sentado en una silla de mimbre a unos centímetros del fusil carcano. Oswald dio un grito, señaló al extraño con el dedo índice y preguntó: “¿Quién es usted?”. El tipo sonrió mostrando una dentadura irregular. “José Antonio López Ruiz, alias Kubati”. Oswald sintió un estremecimiento y susurró: “¡Ah, el maestro…! Oiga, yo sé que me matará Jack Ruby dentro de dos días y sin embargo, usted, trece asesinatos y en libertad desde ayer…, ¿cómo es posible?”. El hombre de negro sonrió de nuevo: “Ah, Lee Harvey, las maravillosas ventajas de ser español… En fin, yo sólo había venido a desearte suerte”.
“Bang” –susurró Oswald mientras el tiempo se ponía de nuevo en marcha, apretaba el gatillo y veía cómo la bala entraba en la espalda del presidente Kennedy.