«Las ideologías no sólo dividen a los hombres; además, les niegan la capacidad de aprender de la experiencia y la posibilidad de cambiar de opinión. En lugar de promover el diálogo y la convivencia, nos conducen a una visión dogmática del mundo, que sólo engendra conflicto». La cita proviene de La sociedad abierta y sus enemigos, el libro del que también extraen algunos totalitarios su supuesta apelación a ser «intolerantes con los intolerantes», una nota al pie bastardeada por quienes jamás han leído a Karl Popper como excusa para cancelar con violencia los discursos ajenos —algo que haría vomitar al propio Popper—. En su día me expliqué sobre este cáncer ideológico: hoy toca constatar una nueva muestra de su virulencia, para advertir otra vez que, o lo atajamos, o acabará en metástasis que arruine la convivencia.
Firma Javier Padilla (nada menos que Secretario de Estado de Sanidad) un disparate titulado Los hombres nos suicidamos más. Y no es por la genética que demuestra que es posible pasar por un proceso educativo —este señor es médico— sin dejar de ser un ignaro. Sostiene el articulista que el consumo de drogas, el sinhogarismo y el suicidio «no tienen causas genéticas», lo cual es a la vez falso —la genética está en todo— y a la vez trivial, porque ningún fenómeno se reduce a la genética. El verdadero problema es lo que a continuación afirma: «Tiene mucho que ver con cómo es ser hombre hoy en día», en concreto con que «la sociedad […] incita a los hombres a asumir más riesgos, a relegar a un segundo plano el cuidado (el propio y el de los demás), a consumir más tóxicos o que ridiculiza e individualiza la expresión de la vulnerabilidad». Decir que ese es el problema es un invento, porque no existe la causa, como sabe cualquiera que estudie estas cuestiones: ningún fenómeno medianamente complejo es unicausal. La afirmación es más obscena por venir de quien dice tener sensibilidad social, porque culpabiliza a las víctimas.
Pregunten a Padilla por cualquier mal que aqueje fundamentalmente a las mujeres y, si son capaces de que su burra no vuelva al trigal de la toxicidad masculina, verán como encuentra una variedad de causas que nada tienen que ver con algún defecto de su carácter. Y pregúntenle si tienen ocasión cuánto cuajo hay que reunir para escribir que «quienes durante mucho tiempo se han quejado de que desde ciertos ámbitos no se hablaba de lo que les pasaba a los hombres, ahora levantan la voz porque se habla desde la perspectiva que a ellos no les cuadra, demostrando que no tenían ni un ápice de preocupación por la salud de los hombres, sino que querían utilizar un silencio como arma arrojadiza». Quien se sirve de un drama para su agenda política acusa de ello a los otros: hay que tener poca vergüenza. Ni una palabra tiene el activista sobre las mayores dificultades atencionales de los chicos, su mayor fracaso escolar, la connatural y distinta relación masculina con el riesgo, etcétera: a la hora de ocuparse de los hombres, toca, una vez más, llamarlos «tóxicos».
Imagino a los padres cuyos hijos se suicidaron tras sufrir bullying y a las madres que han perdido a sus hijos divorciados y desesperados por no ver a sus propios hijos leyendo que se les fueron por «un ensalzamiento del distanciamiento afectivo y la asunción de riesgos», como el doctor escribe. Imagino a un montón de personas a las que este señor ha insultado con su análisis perverso, ramplón, ideologizado. Lo imagino incluso a él intentando estudiar algo sobre la depresión y sus múltiples causas, si es que algún día puede dejar sobre la mesilla sus emponzoñadas gafas partidistas, averiguando algo sobre la precariedad laboral, la soledad, el sentirse feo y no deseado, haber perdido a seres muy queridos entre un largo etcétera de factores. ¿Qué fue de aquel tiempo en que los males eran analizados sin culpabilizar a quienes los padecían, es decir, con sentido crítico y misericordia? Se le pide a un cristiano que ame al pecador y odie al pecado; para esta nueva religión que quiere suplantar a la cristiana, el pseudofeminismo posmoderno, el veneno —si es varón— se vierte sobre quien sufre.
Cuando se le pone todo esto por delante, el señor Padilla pasa de pantalla: de la ignorancia a la prepotencia. Saca en redes sociales tres papers escogidos que le dan la razón y lo llama ciencia, como si no supiéramos que se pueden espigar papers virtualmente para apoyar cualquier cosa que uno desee: como si fuésemos imbéciles, en suma. Y para rematar llama a todo aquel que le refute —un grupo que engloba aproximadamente a todas las mujeres y hombres con dos dedos de frente— «el regrerío», porque se ve que ya se le gastó «fachosfera», o, en un alarde de originalidad, «terraplanistas epidemiológicos».
Al Ministerio de Sanidad le faltó tiempo para tuitear la astracanada de Padilla, concluyendo al nivel más lerdo: «Los hombres viven menos, se suicidan más y consumen más drogas. No es la genética: es una masculinidad que empuja a asumir riesgos y ridiculiza la vulnerabilidad». Me es imposible saber si hay más maldad o estulticia en esta enésima muestra de la falacia de los dos puños («o es la genética o es la masculinidad tóxica»). Lo que sí sé es que ya hemos perdido toda referencia sobre la politización de las instituciones, de hasta qué punto el gusano del sectarismo está royendo el corazón de nuestra democracia. Tan burda fue la cosa que recibió su nota de la comunidad en Twitter («Sanidad presenta como hecho estadístico un artículo de opinión que no contiene un solo dato ni fuente científica»). No esperemos rectificación alguna: el gobierno que se autoproclama «adalid de la verdad» jamás recula en su desvergüenza. Cómo añoro los tiempos en que con mis impuestos los Ministerios intentaban gestionar algo, en lugar de excretar ideologramas.
«La masculinidad es una jaula muy pequeña»: este es el epígrafe —que firma la escritora Chimamanda Ngozi Adichie— con el que el señor Padilla encabeza su artículo. Lo cierto es que no hay jaula más pequeña que la de una mente jibarizada por la ideología. El mundo necesita lo contrario: complejidad, argumentos por elevación y verdadera ciencia. Decía Paul Watzlawick en ese pequeño gran libro llamado El arte de amargarse la vida que para quien sólo dispone de un martillo todas las cosas adquieren el irresistible aspecto de un clavo. Habiendo tantas personas sufriendo por dramas tan dolorosos como carecer de un hogar, tener adictos en la familia u hombres queridos que se suicidaron, le voy a pedir al señor Padilla que se meta su martillo por donde le quepa.