Soy fan de la historia, más que historiador o periodista. Para mí, saber qué ocurrió aquel día, qué personajes eran aquellos y por qué ocurrió todo aquello, es un entretenimiento, una vocación a dedicación exclusiva.
Pasa con batallas, con guerras, con alianzas, con monarquías y con repúblicas. Pero más que todo, me pasa con revueltas, insurrecciones y golpes de Estado. Porque viniendo de donde vengo, de aquella Latinoamérica en la que las conjuras son cosa de todos y los golpes cosa de óptica, un movimiento golpista por más truculento que parezca, siempre es digno de concentrar mi atención.
Y así me ha pasado, desde siempre, con el 23-F español. Aquel impacto del evento estrella de aquel día, los gritos y tiros en el parlamento. La sorpresa. Las órdenes, las amenazas y que «se sienten, coño«. Sus señorías al piso. Todo confusión.
Ese instante, tantas veces estudiado, tantas veces diseccionado para entenderlo y hacerlo aterrizar en alguna cosa más grande, más complicada y con mayores implicaciones, es uno de los grandes momentos de finales del siglo XX. Después de ese “¡se sienten, coño!”, solo veríamos cosa igual en la conjura contra Gorbachev, menos escandalosa pero igual de chapucera.
Y ambas imágenes, para quienes nos conformábamos por saber de Europa por las páginas internacionales de nuestros diarios, nos dejarían como postal de las dos últimas décadas del siglo XX a Tejero pistola en mano, a Yeltsin montado en un tanque en Moscú y a miles martillando el muro, en 1989, aquí en Berlín.
Sí, la repulsa a la acción, la imagen del Rey asumiendo un papel del lado de la democracia y la respuesta ciudadana fueron más importantes al final. Sin duda.
Pero el recuerdo de la pistola en alto y el “¡se sienten, coño!” perdura en la mente con más facilidad que las frases de un discurso.
Nueve años después
El 4 de febrero de 1992, en Venezuela, la imagen del golpe de Estado era más gráfica o igual de gráfica que la de un hombre armado disparando al aire en el seno del parlamento. Se trataba no de un hombre, sino de un vehículo blindado subiendo las escaleras del Palacio presidencial para derribar la puerta. Era un imagen que concentraba lo fallido de la jornada: ni se tumbó al gobierno ni se tumbó esa puerta.
Pero no hay una sola persona que no este segura, hoy, que aquel 23-F fue una chapuza y un evento fuera de lugar, desde donde se le mire. La madurez de la sociedad española de su tiempo, así lo consideró y, según entiendo, así permanece hasta el día de hoy: Ese día ganó la democracia con el apoyo del Rey y de una ciudadanía que no se prestó al intento de retroceso.
Pero hagamos la fábula y llevemos a Tejero a un tribunal en Venezuela y a una opinión pública como la venezolana. Usemos con Tejero y sus secuaces de aquel día, los mismos argumentos que nueve años después, usarían los abogados del golpista Hugo Chávez.
Lo primero, es que a Tejero se le habría permitido hacer la denominación de su acción. Así, no habría dado un golpe de Estado sino que habría participado de un movimiento militar de salvación, para resguardar a la Nación, bla, bla, bla.
Se le habría permitido, en su presidio, recibir todo tipo de visitas. Le permitirían también el ingreso de mujeres, periodistas, camaradas comunistas, pensadores, poetas, políticos. Se habría convertido su sitio de reclusión en un hotel donde compartía momentos con gente de la honorable élite nacional. Torció el destino, con su forma de hablar y los elementos oscuros que el tipo irradiaba.
Nació el chavismo. Y el mito Chávez, también.
Una ucronía
Ucronía o consideración sobre la historia, si a Tejero se le hubiese dado el trato que se le dio a Chávez en Venezuela 9 años después por una acción similar, hoy estarían gobernando los tejeristas. Sin duda alguna.
Y puede usted blandir el argumento: No, ¿cómo podríamos permitirle a un golpista que pertenezca a la sociedad muy tranquilo después de su acción?
Pues el paralelismo no es muy forzado. Hugo Chávez encabezó una acción golpista que, en realidad, no era de él sino de sus superiores, generales que estaban engarzados en una lucha intestina por el poder, desde las logias que conformaban cada uno de ellos para distribuirse labores conspirativas.
Todo eso queda al descubierto después del golpe en febrero de 1992. De hecho, la gran desgracia para Venezuela fue permitirle precisamente al golpista derrotado hablar frente a las cámaras, en vivo. Tuvo oportunidad de mostrarse altivo y derrochando lisura, lanzando como frase célebre el “Por ahora, los objetivos no fueron cumplidos”. Con ese discurso dirigido a sus compañeros, Chávez los llamaba a la rendición, pues ya las previsiones del caso estaban tomadas. Los pactos de sangre, amarrados. La certeza de que, de la nada, irrumpiría la nueva economía, el nuevo modelo tan mentado y que nadie nunca en el chavismo pudo explicar.
Pero sí, la respuesta al reto planteado es: Tejero, procesado y encarcelado, indultado antes de cumplir su pena, sacado en hombros de la cárcel y lanzado desde ese momento a la arena política, con un mediano plazo lo suficientemente corto e intenso de 5 años para montar su camino a la presidencia. Si Tejero hubiese sido tratado como Chávez, estaría aún gobernando, quien sabe si a sangre y fuego o entre bellas nevadas madrileñas, con niños felices usando el trineo y gente amargada por lo rudo del momento, pero sin quejarse mucho, que a la final es lo que molesta.
Habría Tejerismo y antitejerismo. Y mucha frustración tocando la puerta de muchas familias.
Y sería España un país gobernado por golpistas, devenidos en criminales puros y simples, con los peores crímenes presentes en la humanidad y con una oposición a su servicio.
No tienen que imaginárselo mucho, ni hacer mucho esfuerzo creativo: Si Tejero llegaba al poder ese día, habríamos visto al chavismo, tarde o temprano, 9 años antes de lo que surgió en Venezuela.
Chávez es Tejero o Tejero es Chávez. Es frustrante llegar a esta conclusión. Pero cuando la verdad esté de moda próximamente, estoy seguro de que se revisará y se preguntarán muchos, como yo ¿dónde andará Tejero, tantos años después y qué pensará del chavismo?
Por ahí debe andar. Solo queda bailar en la casa del ritmo y pensar en que hasta el vecino más inocente fue capaz de decirme que no confiara en el papel de víctima de un golpista que fracasa.
A veces siento que tiene razón.