Una vez digerido por los partidos el resultado de las elecciones del 26-J, llega la hora de intentar formar un Gobierno que, al fin y al cabo, es para lo que la gente les ha votado. Este es un hecho que los jefes de fila de las cuatro principales formaciones parece que desconocen. La articulación de un acuerdo para que España disponga de un Ejecutivo estable respaldado por una mayoría parlamentaria suficiente no es algo que se espera de la buena voluntad o del capricho de Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera, es sencillamente su obligación.
Lo que suceda a partir de ahora se puede evaluar desde el ángulo del interés general o desde la perspectiva del interés partidista. Si prevaleciese el primero, la operación lógica sería un Gobierno de amplia base PP-PSOE-Ciudadanos por varias y sólidas razones. De entrada, se trata de tres fuerzas que respetan la Constitución y el orden legal vigente y están comprometidas con la unidad de España frente a los separatistas y a las veleidades plurinacionales y colectivistas de Podemos. A este factor esencial se añade que el largo catálogo de reformas estructurales que nuestro país necesita en los campos de su organización territorial, la competitividad de su economía, la educación, la Administración, la protección social, el declive demográfico, la despolitización de la justicia y de los órganos reguladores, el sistema electoral y el funcionamiento democrático de los partidos, requiere un Gobierno respaldado por un porcentaje muy considerable de escaños en el Congreso y en el Senado, y eso sólo es posible si dos o más de los cuatro de mayor peso convergen en un programa común de saneamiento, renovación y regeneración. Los defectos del régimen del 78 son ya evidentes después de cuatro décadas de su existencia y desarrollo y las soluciones a aplicar para corregirlos también son conocidas, tanto las que exigen una simple acción legislativa como las que demandan modificaciones de nuestra Ley de leyes. El tercer elemento de peso es que llevamos ya medio año de incertidumbre y vacío de poder, con la consiguiente parálisis de las inversiones y de muchas decisiones, tanto en la esfera pública como en la privada a nivel nacional e internacional, en detrimento de la recuperación y del empleo. Y, last but not least, unas terceras elecciones en el espacio de un año provocarían una reacción tal de indignación y repulsa en la opinión pública que es dudoso que los responsables del desaguisado pudieran sobrevivir políticamente.
Si, en cambio, prima la óptica egoísta del cálculo mezquino y parcial pensando únicamente en el propio beneficio, las dificultades para llegar a un punto de encuentro se multiplicarán. Pedro Sánchez no querrá adoptar un papel de colaborador de un Presidente de Gobierno al que ha denostado públicamente ni arrostrar la irritación que despertaría en su militancia, excitada por décadas de maniqueísmo intolerante, que, de repente, su Secretario General entrase en un Gobierno encabezado por el detestado Rajoy o facilitase con su abstención su investidura. Rivera, por su parte, ha hecho bandera de la lucha contra la corrupción y tragarse el sapo de poner en La Moncloa de nuevo al emisor del SMS “Luis, sé fuerte” o al líder de un partido encausado por pagar las obras de remodelación de su sede central con dinero negro, se le hace, y es comprensible, muy cuesta arriba porque entiende que sus votantes no se lo perdonarían.
Ahora bien, lo que Sánchez y Rivera han de valorar, aparte del cumplimiento de su deber con sus compatriotas, son las ventajas que para su futuro político tendría el mostrar ahora un comportamiento guiado por el sentido de Estado y la altura de miras. Una explicación sincera a los ciudadanos de que, pese a su convicción de que Rajoy no es la persona adecuada para conducir esta etapa de la vida española por su probado inmovilismo y por las sombras que gravitan sobre su biografía, dan prioridad al interés nacional y están dispuestos a compartir el Gobierno con el PP previo pacto sobre una ambiciosa agenda reformadora, les daría la oportunidad de demostrar su competencia en el área de responsabilidad que adquiriesen y de poner de manifiesto que el mérito de la eventual mejora de la situación del país que se produjese habría de serles atribuido.
Este proceso puede ir precedido, por supuesto, de una fuerte presión sobre el PP para que ofrezca un candidato distinto a la presidencia del Gobierno, pero si el enroque de su actual cabeza de cartel fuese inamovible, esta circunstancia no debiera precipitar por sí sola a España al ridículo ante el resto del mundo y a la catástrofe interna.
Unas terceras elecciones no son una opción y Rivera y Sánchez han de asumirlo y sacar lo mejor de una coyuntura que hoy es mala, pero a partir de la cual han de procurar construir un mañana para la Nación en su conjunto, para sus siglas y para su carrera personal, eso sí, en este orden.