“Excelencia, el secretario de Estado británico para Europa le aguarda, haga el favor de acompañarme”. José Manuel Rebolledo, embajador del Reino de España, clavó la punta del paraguas en la madera crujiente del edificio del Foreign Office y caminó escoltado por un ujier hasta la puerta del despacho de David Lidington. El ujier, con una voz engolada, anunció: “El embajador del Reino de España, señor secretario”. Lidington se levantó de su sillón mientras se abrochaba el botón de un blazer pasado de moda y extendía los brazos en señal de abrazo distante. “Mi querido embajador”. Rebolledo sonrió: “Mi querido secretario de Estado”. Los dos hombres se sentaron frente a frente. “¿Una taza de té?”–sugirió el secretario de Estado británico para Europa. El embajador español sonrió: “Oh, me encantaría”. El secretario de Estado se volvió, hizo un gesto al ordenanza, que volvió dos minutos después con una bandeja, un juego de té de plata y dos servicios de cerámica. El secretario de Estado susurró: “Gracias, Pennbleby, lo serviré yo mismo, puede retirarse”. El ujier salió en silencio y cerró las puertas mientras los hombres dejaban que pasara un breve ángel.
El secretario de Estado se palmeó la pierna y dijo: “Bien, señor embajador, ya supone que le he convocado para condenar la incursión provocadora de un buque español, eh, sí, a ver, el buque oceanográfico Ramón Margalef en aguas del Almirantazgo, o sea, aguas de soberanía británica en Gibraltar… ¿un terrón de azúcar o dos?”.
En un movimiento rapidísimo, el embajador español tomó su paraguas, lo agarró por el medio, gritó ¡Gibraltar, español! y lo lanzó directo al pecho del secretario de Estado, que sólo pudo susurrar un grito de sorpresa mientras se llevaba las manos al paraguas. El embajador se levantó despacio, se limpió con una servilleta de hilo una gota de sangre que había caído sobre el traje, se acercó a la oreja de Lindington que se moría y le susurró: “No hay aguas inglesas en España, maldito bastardo”.
El secretario de Estado británico miró a los ojos a José Manuel Rebolledo, embajador del Reino de España, y preguntó: “¿Me ha dicho dos terrones?”. El embajador miró de reojo el paraguas que tenía a su derecha, suspiró y asintió. Lidington exclamó: “¡Ah, goloso, bien! Pues lo que le decía, mi querido amigo, que le he convocado para condenar con firmeza esta incursión provocadora y le pido al Gobierno español que se asegure de que no se repite. Y ahora dígame, mi querido embajador: ¿leche o limón?”.