Mi paso por la universidad transcurrió durante el período temporal —año arriba, año abajo— que va de Marta y Marilia a Sonia y Selena. Las primeras, empoderadas avant la lettre, cantaban a los amores de barra y las segundas querían bailar toda la noche, o eso nos decían. Porque cuando llega el calor los chicos se enamoran —es la brisa y el sol— y una cosa lleva a la otra. Por aquel entonces, claro, no había aplicaciones para ligar y el personal tenía que buscarse la vida sicalíptica como siempre había sido y, afortunadamente, siempre será a pesar de la tecnología: mirando a la cara o haciéndose el esquivo, disecando a la presa, mintiendo piadosamente como un bellaco o una bellaca, robando besos —sólo «sí es sí» y «quizá», también—; jugándosela, al fin y al cabo, demostrando que el original tiene más recursos que una foto retocada de perfil en cualquier tinglado virtual dedicado a la fugacidad romántica.
Desde hace un par de semanas, la noticia de relleno correspondiente a este verano es la de que uno puede ir a ligar a Mercadona de 7 a 8 de la tarde. Por lo menos se trata de una información de servicio público. Algo más interesante, por ejemplo, que los abdominales de Aznar en Guadalmina, los pantalones de paramecios de Marichalar en la Costa Azul o las desventuras de un descuartizador narcisista en el sudeste asiático. Dicho lo cual, estoy razonablemente a favor de la iniciativa. Desde aquí envío un saludo a aquellos que quieran enarbolar orgullosamente la piña y se embosquen en la sección de congelados a esperar que su alma gemela coja el helado de polvito. Una hora en Mercadona, o tres en Snobíssimo observando el ritual de apareamiento del boomer guayaberus, valen por semanas de Tinder.
Hasta donde sé, esto de ligar en el supermercado no es nuevo. La cadena francesa de distribución alimentaria Monoprix vio un filón en el asunto tiempo atrás. Fue hacia el final de la despreocupada era Sarkozy. El establecimiento situado en el arranque de los Campos Elíseos era el lugar donde los solteros podían identificarse con un código de color y echarse los perros entre la lechuga empaquetada, la quinoa biológica y litros de Coca-Cola light (base alimentaria del parisianismo fetén). En 2018 «Monop’» volvió a la carga de una manera más astuta, con el llamado «Pack 06». Una línea de productos solo distribuidos en superficies escogidas permitía al cliente apuntar su número de teléfono (de ahí lo de «06», cifra por la que suelen comenzar los móviles vecinos) y deslizar el paquete en el carrito de la víctima. Es una idea que acaso Mercadona debiera explorar.
Una se pregunta, y fantasea, con cuál sería el mejor establecimiento a frecuentar si estuviera en el (súper) mercado. Porque, no nos engañemos, no es lo mismo Mercadona u otras superficies donde, especialmente en verano, empuja su cesta de la compra sin pudor el homo vulgaris —con su camiseta de tirantes, riñonera y tatuajes al viento— que Sánchez Romero. De hecho, cabría hacer una segmentación entre los propios locales de la empresa valenciana. Si nos ceñimos a la capital, el pelaje del cliente no va a ser igual en Usera que en el nuevo local previsto por Roig en Valdemarín, enclave en el que la usuaria podría chocar carrito con Borja Sémper. Horror en el ultramarinos.
Ahora que está de moda eso del «hombre de alto valor» (y los trust funds), quizá lo suyo sería dejarse caer por una noble casa tipo Mantequerías Bravo o similar. Descartamos el Rincón del Gourmet de El Corte Inglés porque tiene pinta de estar lleno de columnistas candidatos a Ozempic.
Sea como fuere, disfrutemos de una de las pocas veces en las que el marketing juega a favor de obra y nos invita a abandonar la virtualidad y abrazar la humanidad. Que nos de a todos un poco el aire (aunque sea acondicionado).