«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)

Tiemblan los ‘woke’ y las izquierdas

6 de julio de 2024

Exasperan la mala fe y la eficacia con que la progresía global impone su lenguaje distorsionado y su relato falaz. Si uno se guía por sus dichos, el mundo se divide entre socialistas y ultraderechistas. No serían ultraizquierda los que reivindican el terrorismo islámico, condenan la defensa que hace Israel de sus habitantes y de su territorio frente al ataque de Hamás, los que alientan la inmigración descontrolada y respaldan la ocupación de territorios donde despliegan auténticos ghettos y rechazan la integración al país que les abre las puertas. Tampoco son ultraizquierda quienes niegan sus raíces comunistas, ideología responsable del asesinato de 150 millones de seres humanos a través de la historia, tal vez porque en la actualidad enarbolan el buenismo, amparados en causas aparentemente nobles e inofensivas: el ecologismo, los derechos humanos y la ideología de género. Ellos son, apenas, socialistas o, peor, progresistas. Se autoproclaman «pueblo» y se apoderan de las banderas de la ética. Dictan la medida de las cosas y definen la frontera entre el bien y el mal.

Y con esa superioridad cutre señalan a aquellos que no comparten sus ideas, de ser los exponentes de la ultraderecha. Para las izquierdas modernas no hay liberales, centro o conservadores. Están ellos o el mismo demonio.

La democracia liberal debe hacer retrospección porque en el pasado reciente están las respuestas a la situación actual. Tras la Guerra Fría y el enorme logro de derrumbar el Muro de Berlín, ese importante bastión comunista enclavado en el corazón del continente europeo cuya consecuencia directa fue la unificación de Alemania, creyó que la contienda estaba ganada. El mundo se relajó y vivió con euforia los aires de esa conquistada libertad, mientras las ideas totalitarias seguían socavando las raíces de Occidente.

Europa es un fiel reflejo de ese proceso. Nada parecía demasiado grave para sus dirigentes y cuando los efectos de la influencia de izquierdas y de migraciones masivas y ajenas fueron obvios, habían traspasado la cultura. También hay que reconocer un lento y sostenido proceso de debilitamiento de los liderazgos que, con su fidelidad a la corrección política, entregaron la paz en nombre de la paz y con ello pusieron en peligro al continente.

Así va, hasta el presente, la política europea regenteada por los burócratas de Bruselas, la imposición de la Agenda 2030 y la docilidad de sus discípulos de la América Hispana enrolados en el antiguo Foro de San Pablo, actual Grupo de Puebla.

Mientras no se le ponga freno al wokismo, cualquiera está habilitado a revolearle la condición de «fascista» al adversario. De Le Pen a Trump, de Orban a Bolsonaro, de Abascal a Meloni son todos «fascistas» y «ultraderechistas» para los capitostes de izquierdas.

Utilizan ambos  epítetos indistintamente como un insulto y como si fueran sinónimos. La mala prensa que los burócratas de Bruselas y los esbirros que los representan en distintos países han querido instalar está dejando de surtir efecto. Mezclan todo y cometen la torpeza de no identificar los matices propios de la América Hispana que, cierto es reconocer, ha potenciado un modelo de autoritarismo fascistoide encarnado en el peronismo argentino, que tomó algunas directrices del nacional-socialismo europeo —al que admiraba— y las mezcló con una receta propia de la que salió un engendro local: el populismo. No es serio poner todo en la misma bolsa; sin embargo, ellos lo hacen, lo que confirma que las izquierdas administran los mismos códigos en todos lados. Parte de esa izquierda mundial considera que estamos viviendo un retorno a los años 1930, al fascismo original; sin embargo no es eso lo que los tiene desencajados sino la reacción de los pueblos que se cansaron de ser manipulados por su falso progresismo.

Los cambios de color político que vienen sucediéndose en Europa en las últimas elecciones demuestran una clara evolución del electorado, que abandona las recetas falaces del relato woke para inclinarse por opciones liberales y conservadoras, hartos de ser inquilinos en sus propios países, arrinconados por obra de una política migratoria perversa y siguiendo los mandatos de un mundo cuyo epicentro dejó de ser el ser humano para enfocarse en la defensa del bosque, los animales, el aire y los ríos como prioridad. En esta forma de mirar la sociedad está su verdadera definición filosófica: para el catecismo progre el hombre es un depredador y, como consecuencia, todas las políticas públicas deben orientarse a limitarlo y activan contra él desde sanciones económicas hasta el aliento de políticas de exterminio como el aborto y la eutanasia. Mientras tanto, operan sobre la familia, célula fundante de nuestra cosmovisión, con la ideología de género y la intervención temprana en la educación, o adoctrinamiento, de nuestros hijos.

Europa parece estar encontrando el camino de la razón aunque el mundo mira con ansiedad su posicionamiento definitivo. Así como el discurso progre fue furor en su momento, ahora tiene que evitar la otra moda que viene tomando cuerpo, que es la de la anti política. Y esa lección puede aprenderla mirando a América Hispana y a los países que, si bien rechazan el progresismo woke, adhieren al populismo enfrentando al ciudadano con la política. Todos aquellos partidos y dirigentes que afirman representar directamente la expresión de la voluntad del pueblo intentan barrer con los intermediarios que el sistema republicano alienta y demonizan todo aquello que se interponga en ese diálogo bilateral, sea la prensa independiente, el sistema judicial o las instituciones republicanas, tampoco tienen una deriva sana. La acción política debe ser mejorada, no destruida. La solución de la sociedad occidental no está en el anarquismo sino en la configuración de un poder limitado y probo al servicio de los ciudadanos.

La derecha europea vive hoy un momento histórico: puede ser la primera fuerza en nueve países europeos y conseguir un 25% de los escaños en la Eurocámara. Sería su mejor resultado desde la creación del Parlamento Europeo. Por primera vez puede haber una mayoría alternativa a la tramposamente llamada «coalición europeísta» compuesta por populares, socialistas y liberales, que ha gobernado la Unión Europea hasta la fecha. Y la calificamos de «tramposa» porque, al auto denominarse «europeístas» no hacen sino señalar al resto como si no lo fueran y eso no es verdad. Los movimientos políticos actualmente en ascenso no descreen de Europa y se sienten cómodos y orgullosos dentro de esa construcción; lo que rechazan es esa especie de supra-gobierno en el que se ha transformado Bruselas y del que emanan directivas que colisionan con la identidad y la independencia soberana de sus integrantes.

Estamos frente al reordenamiento de los equilibrios políticos de la nueva legislatura europea que, lejos de debilitar a Europa, le va a imprimir nuevos aires. En el Consejo Europeo en Bruselas, presumiblemente, se decidirá todo: de ese consejo debería salir el nombre de la persona que ocupará la presidencia de la Comisión. Mientras tanto, se formarán los grupos parlamentarios y, más tarde, el 16 de julio, se celebrará el primer pleno del nuevo Parlamento. 

Se trata de una verdadera integración política sin un poder que aplica sanciones, premios y castigos al abrigo de un poder que no le fue conferido y donde los dictados de la Agenda 2030 ya no serían la Biblia de los próximos años. Retroceder en asuntos como el Green Deal o endurecer aún la política migratoria estarían en la nueva agenda de estas propuestas que hoy ganan espacio en las preferencias de los ciudadanos. Y eso es, definitivamente, una gran noticia.

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