Seguramente será usted consciente de que la pobreza en España se extiende como una mancha de aceite (el que pierde el supuesto cohete de Pedro Sánchez). En caso improbable de que no lo sienta en sus propias carnes, debería leer el artículo de Cristian Campos: «Hay que estar ciego para no ver las señales: España es ya un país de tiesos». Los datos son incontrovertibles y demoledores, uno tras otro: edad de los coches, incremento de las marcas blancas, salarios medios, productividad… A la convergencia con Europa le ha pasado como a Convergència i Unió: han terminado, ambas, en Puigdemont. Comparando salarios medios, en el de un irlandés, nos caben dos tiesos y medio españoles.
Se sale del contundente artículo de Campos con el ánimo por los suelos (como los salarios). Se recolecta lo que se vota, concluye el columnista, y así es. Tenemos un parque móvil norteafricano y la culpa es en un 50% de la ensoñación verde-eléctrica de Bruselas y el otro 50% de los que nos gobiernan, reparte. La gravedad económica de esta situación no puede exagerarse. Los mercados funcionan por la ley de los círculos viciosos o las espirales positivas. A más pobreza presente, más futura, porque caen a plomo el ahorro, el consumo y la inversión. Y del panorama macro, no nos consuelo lo micro, que es peor.
Tener un coche de una gama u otra o nuevo o antiguo, tiene muy poca importancia, salvo para las empresas que los fabrican y, por tanto, para las familias que viven directa o indirectamente de ellas. Sin embargo, que seamos un país empobrecido implica unos riesgos sociales y morales que, análisis económicos aparte, no deberíamos soslayar. Estamos más expuestos al pegajoso resentimiento social y a la demagogia barata, somos más vulnerables a los discursos del pobrismo y al marketing de la lucha de clases o de la lucha generacional o del mix, de lo que unos pocos sacan pingües beneficios de superioridad moral, de votos y, naturalmente, de rentas. Al resto, nada le empobrece tanto como la envidia.
La falta de solvencia económica nos aprieta de muchas maneras. Nos tienta a considerar superfluos los estudios nobles y procura hacernos míseros. Mi madre suspiraba con una sonrisa, pero en serio: «¡Qué cara resulta la buena educación!». Algo que ustedes, tan educados, saben de sobra. Hay que tener un colchoncito, consideraba, para corresponder a las delicadezas del prójimo, ayudar a los que lo necesitan, regalar a los amigos, ser hospitalario con los invitados, atento con las visitas y pagar, sobre todo, puntualmente los honorarios de los operarios para que ellos, a su vez, puedan ser señores. Si no nos queda más remedio, nos retraeremos de adelantarnos a invitar, de contribuir a una labor social o comunitaria, de organizar un acto o de ir a una cena benéfica, claro, pero todos saldremos perdiendo.
Así las cosas, hemos de intentar que dirijan la economía los que no estén por la labor de freírnos a impuestos, los que se recorten los gastos, los que no hagan normas que asfixien a la economía, etc. ¿Y ya está? ¿Dependemos del todo de la política económica? No, nosotros, aunque tiesos, en aquello que no tiene que ver directamente con el dinero, que es mucho, hemos de seguir erguidos.
Urge echarnos al monte, y que sea el Parnaso o el Olimpo, esto es, hacernos un poco artistas y olímpicos en estos terrenos. Podemos ejercer un trato delicado con unos y con otros, como si estuviésemos en un salón proustiano, ponderar la belleza, que es gratis y grandiosa, leer a los clásicos, exigirnos compostura, invitarnos unos a otros con mucho cariño aunque sea a poco… Hay una resistencia en los votos, que por descontado, y otra en la productividad, donde no queremos permitimos rebajas, pero también en la firme decisión de no dejarnos llevar por el agachonamiento generalizado. Estaremos tiesos, pero seguiremos erguidos.