Llevamos muchos años, décadas, de poder blando, desmilitarización, debilidad a la hora de garantizar las fronteras, desnuclearización… y otras relativizaciones como las de degradar la historia de Occidente como epítome de explotación, racismo, heteropatriarcado y demás denuncias tan manidas entre nuestra progresía.
Gigantes de nuestra Cultura como Wagner, Churchill, Shakespeare, Cervantes o los Reyes Católicos, por poner algunos ejemplos muy señalados, han sido convertidos en miserables racistas, explotadores heteros o mojigatos reaccionarios. Todo ello mediante una descontextualización histórica absurda e infantil que para mayor escarnio se ha llevado a cabo desde lugares, en principio muy serios, como son las universidades.
Los occidentales hemos delegado nuestra defensa en los Estados Unidos. Nuestra independencia alimentaria y energética –y también nuestra huella de carbono— las tenemos cedidas a países de economía analógica y muy corrupta, cuyo ejemplo más notorio es hoy la Rusia de Putin. Hemos convertido a China en la fábrica del Mundo pese a que no ha hecho nada por avanzar en la democracia, ni tampoco nada para evitar que su sistema nos dispense un dirigente chino se parezca a Mao o a Putin.
Una globalización que ha beneficiado sobre todo a quienes fabrican a bajo coste, y a los países que exportan materias primas bajo regímenes cada vez más corruptos, donde la democracia no ha avanzado, sino al contrario, y donde muy poco de la riqueza se queda en esos países.
El consenso progre se llena de grandes palabras: igualdad, solidaridad… pero cuando llega el momento de mojarse hasta mancharse se queda paralizado
El poder blando como ideología para influir en las relaciones internacionales se ha asentado por inercia y gracias a la progresía. Una inercia criminal como estamos comprobando en Ucrania, mientras la derecha no ha sido capaz de elaborar un discurso alternativo. Y todo ello por razones de tacticismo —es más fácil ganar elecciones desde el buenismo— y también porque la derecha hace mucho renunció a la batalla cultural: a defender los valores fundamentales de Occidente que son sin duda la libertad, la democracia, y la limitación de poderes, pero también la nación, la familia, el humanismo cristiano, el capitalismo y la excelencia cultural y artística, que implica una clara distinción del ocio y del deporte.
Seguimos endeudándonos para alimentar un gasto público que exige un sistema completamente descontrolado. Un gasto público que apenas incluye el gasto militar pese a las estratosféricas cifras que se manejan. Un gasto corriente que se va a una administración elefantiásica, y a unos colchones sociales que ya cubren hasta las pérdidas de las empresas. Pareciera que en lugar de invertir en seguridad nacional se haya buscado comprar a los ciudadanos. Y es que el consenso progre es esencialmente clientelar. Busca dividir a la sociedad en grupos para poder mantener el statu quo político y también cultural.
Hoy aplaudimos la valentía de los ucranianos, con su presidente Zelensky a la cabeza, aunque no sé sí podríamos sostenerles la mirada en persona —por teleconferencia se alejan las vergüenzas—. Los ucranianos sufren porque no solo no hemos sido capaces de defenderlos, sino que además, y lo que es mucho peor, nadie desde los inicios del conflicto se creía que íbamos a parar a Putin, ni que tendríamos la voluntad de hacerlo. La batalla estaba perdida desde mucho antes del inicio de la invasión.
El consenso progre se llena de grandes palabras: igualdad, solidaridad… pero cuando llega el momento de mojarse hasta mancharse —que decía un poeta de izquierdas pero que de progre moderno tenía muy poco—, se queda simple y llanamente paralizado mientras se le escapa una lagrimilla. Impotente.